Fermín Ajtzalán
del caserío Panimacoc —justo atrás de Katok—, venía de una familia cakchiquel sencilla y cristiana. Su padre murió en el terremoto de 1976 dejando entonces una viuda y siete hijos pequeños. Fermín tenía 6 años entonces. Estuvo en el seminario menor de Sololá, regentado en aquel tiempo por los monjes benedictinos. Culminado su bachillerato siguió en el seminario mayor y fue ordenado sacerdote en el 2000.
Atendió parroquias pobres y difíciles. Nunca ambicionó estar en las mejores parroquias. Estaba contento de vivir entre los más alejados, en las periferias existenciales que diría el papa Francisco. Donde más tiempo estuvo fue en dos parroquias de climas extremos: en la bocacosta de Sololá y en la Cumbre de Alaska. Era paciente, alegre, cercano a la gente, feliz de servir, de compartir su fe y de ejercer su ministerio. En el presbiterio de Sololá era hombre muy querido por su alegría, por su discreción, por su capacidad de escucha, por su capacidad de apoyar a quien pasaba momentos difíciles. Por diferentes circunstancias, ajenas a él, me tocó pedirle tres veces que cambiara de parroquia.
Las tres veces le costó hacerlo pero las tres veces estuvo disponible, con espíritu sacrificado, a dejar lugares y gentes queridas para ir a una nueva experiencia. Hace cinco meses dejó su querida bocacosta para ir a comenzar una parroquia naciente en el área rural de San Martín Jilotepeque. La nueva parroquia llevaría el nombre del recién canonizado papa Juan XXIII. Tuve la ocurrencia, bendita ocurrencia digo a posteriori, de posibilitarle viajar a Roma para la canonización. Nunca había salido de Guatemala. Fue un viaje que disfrutó y que a mi juicio fue un regalo a un hombre y un sacerdote ejemplar y extraordinario en la sencillez de lo ordinario, del día a día. Gran deportista, había subido todos los volcanes de Guatemala y había hecho grandes caminatas en las que juntaba espíritu deportivo y honda vivencia religiosa.
Una enfermedad en pocos días le arrebató la vida y falleció, con 44 años, el pasado domingo. Su última semana, crucificado entre sueros en la cama de un hospital fue también un testimonio de hombre de fe y de grandes virtudes que dejaron ejemplo entre todo el personal médico que lo atendió.
Se nos fue Fermín, silenciosa y santamente, como había vivido. Con discreción, humildad y alegría su paso por la tierra y su ministerio fueron un raudal de bendiciones para todos los que lo conocimos.
Es, sin duda, un hombre de Dios.