CABLE A TIERRA
¡Guatemala vive de luto!
Siempre es un enorme golpe enterarse de que alguien que tenía mucha vida potencial enfrentó la muerte de manera inesperada, prematura según su estado previo de salud, y peor aún, de forma violenta. Eso me pasó la semana pasada, cuando el doctor Carlos Mejía, jefe del Departamento de Infectología y fundador de la clínica de atención para pacientes VIH/sida del Hospital Roosevelt, fue asesinado por una bala perdida cuando su vehículo quedó atrapado en medio de una de tantas balaceras que ocurren en la Ciudad de Guatemala.
Conocí al doctor Mejía cuando aún pensaba que mi destino profesional era ser médica. Recuerdo todavía el primer día que tocó presentarse a los servicios de encamamiento de medicina interna del Hospital Roosevelt. Los externos, como se denomina a los estudiantes de cuarto año que entran a sus primeras prácticas en los servicios hospitalarios del sector público, cual pollitos comprados, estábamos parados en fila esperando al jefe de servicio, quien llegaba todas las mañanas a pasar visita con los residentes y nosotros. Serio y firme con sus estudiantes, el doctor Mejía era una fuente viva de saber médico.
Años después, ya graduada, y habiendo escogido otro rumbo totalmente distinto para mi desarrollo profesional, nos volvimos a encontrar. En una época cuando muchos médicos rehuían atender pacientes con VIH o sida, el doctor Mejía estaba allí, en primera fila, volcándose hacia ellos, montando la clínica especializada del Roosevelt y peleando batallas colosales pero silenciosas por todos ellos. Sin duda, él es uno de los referentes fundamentales en la atención de la epidemia en Guatemala. Recuerdo también que había gente que lo catalogaba de “conflictivo” simplemente porque no era hombre zalamero, ni tirado a la politiquería. Llamaba las cosas por su nombre, y eso en Guatemala siempre incomoda. Para él, lo único que importaba era que los pacientes tuvieran el acceso oportuno y continuo a los tratamientos, a la consejería y los esquemas de prevención.
Desde ese entonces, nuestras vidas se cruzaron muchas veces. Fuimos colegas un tiempo, en los primeros momentos de la conformación del primer Mecanismo Coordinador de País que aplicó al Fondo Global para obtener recursos para dar respuesta a la epidemia de VIH en Guatemala. Años después, como amigo y médico de confianza, le salvó la vida a mi cuñado y cuidó de él como si fuera su hermano hasta sacarlo de la crisis y quedarse como su médico de cabecera. Médico de excelencia, que pudiendo colocarse en el pináculo de la élite médica nacional, o de los que se consagran en el extranjero, escogió quedarse en el sector público, donde puso al servicio de la gente necesitada y excluida su enorme talento profesional y su no menor calidad humana.
Pocas personas logran tener tanto alcance e impacto positivo con su quehacer sobre otras vidas humanas como él lo tuvo, y en medio de circunstancias institucionales siempre difíciles. A veces lo vi desalentado, decepcionado, pero nunca tiró la toalla. Jamás lo vi pavonearse con sus logros; hacía las cosas sin mucho aspaviento, con la egoteca siempre en balance, buscando siempre lo mejor para sus pacientes.
El día que lo mataron hubo dos o tres ataques armados más en las vías públicas de la capital del país. Y cada día, otras más. ¡Demasiadas muertes evitables! El dolor que siento se confronta con las estadísticas que nos muestran, alentadoras, que cada vez son menos las muertes homicidas. Pero siguen siendo demasiadas. Por el doctor Carlos Mejía y los que han tenido similar destino vivimos de luto perenne en Guatemala. Lo peor: aún no se atisba el final de esta horrible epidemia.
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