PUNTO DE ENCUENTRO
Impunidad: viejos argumentos
A raíz de la captura de 18 militares acusados de graves violaciones a derechos humanos empezaron las amenazas públicas y las descalificaciones contra fiscales, víctimas, testigos y peritos forenses. Sucedió con el proceso por genocidio contra Efraín Ríos Montt y Mauricio Rodríguez Sánchez, y ocurre ahora que el Ministerio Público presenta una querella por graves violaciones a derechos humanos cometidas por altos mandos militares durante la guerra.
Uno de los casos es el de la masacre de Plan de Sánchez, ocurrida en 1982 en Rabinal, Baja Verapaz. La fiscalía tiene suficientes pruebas para sostener que muchos de los cuerpos aparecidos en una fosa común del destacamento militar de Cobán —donde se localizaron 580 cadáveres, entre ellos los de 90 niños— son de pobladores de esta aldea. El otro proceso es por la desaparición forzada de Marco Antonio Molina Theissen, un adolescente de 14 años, secuestrado en su casa de Ciudad de Guatemala en octubre de 1981 por un comando armado que lo engrilletó y se lo llevó en una bolsa de nailon.
En ninguno de los dos casos estamos hablando de acciones de combate contra el bando contrario, sino de represión indiscriminada de fuerzas estatales contra población civil indefensa y eso se llama terrorismo de Estado. Los viejos argumentos que se han utilizado para justificarlo volvieron a aparecer y hoy en el debate se defienden como válidas las ejecuciones extrajudiciales, la tortura, las desapariciones forzadas e incluso las masacres y eso es inadmisible. Nadie puede sentirse orgulloso de haber ordenado o haber obedecido una orden ilegal de asesinar, violar o masacrar, y quienes lo hicieron no son héroes, sino delincuentes y deben ser juzgados.
Cada vez que en América Latina se intenta justificar la impunidad, se esgrime la vieja teoría de los dos demonios y Guatemala no es la excepción. En el 2011, en este mismo espacio me referí al tema y viendo cómo se desarrolla ahora la discusión me parece relevante recordar las cuatro falsedades que esta teoría esconde: “Miente sobre el origen de la violencia, porque pretende ocultar que la misma inició desde el poder con los golpes de Estado, los escuadrones de la muerte, los asesinatos y la represión. Miente sobre el carácter de clase de la represión: el terrorismo de Estado se utilizó para imponer el modelo económico de la oligarquía a sangre y fuego. Miente sobre las dimensiones de la represión, que no se llevó a cabo contra un reducido grupo de guerrilleros, sino contra todo el pueblo: sindicalistas, indígenas, campesinos, profesores y estudiantes universitarios; se desapareció, mató y torturó a cientos de miles, y eso es incomparable a cualquier otra forma de violencia. Y miente también porque esconde el papel de EE. UU. y su doctrina de Seguridad Nacional que promovió y patrocinó los golpes de Estado, las dictaduras y los crímenes cometidos”.
Los informes de la verdad de la Iglesia Católica y de las Naciones Unidas documentan las brutalidades que sufrieron cientos de comunidades indígenas y rurales. Se calcula que ocho de cada 10 víctimas no eran combatientes. La magnitud de la barbarie tiene nombre y apellido: fueron las fuerzas militares y paramilitares del Estado guatemalteco las responsables de 93% de las gravísimas violaciones a los derechos humanos, lo que no excluye que se juzguen todos los crímenes cometidos.
Las víctimas y sus familiares tienen derecho a que se conozca lo que ocurrió y a que los responsables enfrenten la justicia, esa es la única vía para lograr la reconciliación y garantizar la no repetición.