¡Jerusalén, oh, Jerusalén!

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en pequeñas botellitas que se podrán comprar en los innumerables puestos de venta afuera. Al percatarse de que teníamos cámaras de televisión, el sacerdote ortodoxo se acerca rápidamente a decirnos que solo podemos filmar si pagamos 200 dólares por equipo… No esperé la respuesta de mis colegas. Me desconecté y comencé a deambular bajando unas escaleras en semipenumbras que me conducen hacia la antigua basílica, destruida por los persas en el año 614.

Allí, ajeno al bullicio del piso superior, trato de recoger mi espíritu afectado por la densidad de aquel ambiente tan turístico como irreverente. Continúo caminando entre las viejas columnas y me sorprende encontrarme a un faquir hindú con turbante, chaleco y pantaloncillos de algodón, sentado de cuclillas encima de una piedra antigua. Cruzamos miradas y coincidimos sin decir una palabra. Junta sus manos y me hace una reverencia con intensa mirada. Le devuelvo la reverencia. Hablamos unos momentos en inglés.

Prosigo explorando esas catacumbas y puedo percibir el tremendo peso de la historia. Se siente en el ambiente el eco de los siglos de siglos de conquistados y conquistadores. Uno se pregunta la razón de que tantos reinos diversos hayan sentido el ansia de conquistar Jerusalén después de que el rey Salomón construyera el templo. La lista es larga: Nabucodonosor de Babilonia; Alejandro Magno, los Romanos, Constantino de Bizantina, quien transformó a Jerusalén en un centro cristiano; luego vino el dominio árabe; después el dominio de los cruzados europeos; le sucedió el dominio mameluco; el dominio otomano; hasta el dominio británico de 1918 a 1948. En cada conquista, sangre, guerra y dolor.

Quizás nada retrata con mayor claridad el complejo entretejido histórico y las similitudes que tiene con la actualidad, el relato de Ekkehart de Aura, autor de una crónica que describe los acontecimientos posteriores a la conquista de Jerusalén por los primeros cruzados:

“Se dice que la sangre fluyó a torrentes sobre las escalinatas del templo; los cadáveres cubrían las callejas en las que se combatía en cada casa, en cada bóveda y por cada tejado. La terrible batalla duró muchas horas. De repente, todo pareció cambiado: Callaron las armas y aquellos que un momento antes todavía habían peleado encarnizadamente, que habían incendiado, golpeado y saqueado al parecer sin escrúpulos, se transformaron en peregrinos piadosos, alzaron ante sí las espadas como si fueran cruces y se congregaron para ir en procesión al Santo Sepulcro del Redentor…”.

Y aquí estoy parado en esta tierra antiquísima de Jerusalén, en medio del mismo conflicto milenario que hoy todavía perdura, y en cuyo seno aún se alzan las mismas espadas con el mismo fervor religioso.

Y solo cuando estuve en el Muro de los Lamentos, y puse mi mano sobre los ladrillos milenarios, creí sentir algo. Junto a muchos judíos reverentes oré con fervor, pidiéndole que trajera paz a esta tierra que empezó su odisea desde que el profeta Isaías dijera:

“Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre, Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz; lo dilatado de su imperio y la paz no tendrán límite, sobre el trono de David y sobre su reino”. Isaías 9:6.

 alfredkalt@gmail.com

ESCRITO POR:

Alfred Kaltschmitt

Licenciado en Periodismo, Ph.D. en Investigación Social. Ha sido columnista de Prensa Libre por 28 años. Ha dirigido varios medios radiales y televisivos. Decano fundador de la Universidad Panamericana.