DE MIS NOTAS

Jesucristo en el corazón

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Es el solsticio de verano. Jesús presiente que el final se acerca, y se prepara para dejarse llevar por la inercia de las profecías escritas —entre otros— por el profeta Zacarías, cientos de años atrás, cuando escribió que “el Salvador sería traicionando por un amigo y vendido por 30 monedas de plata; que repartirían entre sí sus vestidos y  sobre sus ropas echarían suertes.  Que sería crucificado; le darían vinagre en vez de agua; que al medio día los cielos se harían oscuridad; y que sería enterrado en la tumba de un rico”,  Zacarías 11:12;  Salmo 22:18; 22:16; 69:21.

Jesús está en el aposento alto con sus discípulos. Mira fijamente a los ojos de Judas y le dice: Lo que vas a hacer, hazlo más pronto. Estático, Judas no logra comprender lo que es ya un plazo fatal definido cientos de años atrás; escrito y establecido desde la fundación de los tiempos en la historia del destino del hombre.

Y se pregunta, que acaso su debilidad fue creada a propósito por el omnipotente, —a sabiendas que sería instrumento de ejecución para hacer cumplir la profecía— o si, por el contrario, era parte de un diseño en el que solo jugaba el papel de un peón en el tablero, porque el Altísimo sabía de antemano la debilidad y consecuencias de su libre albedrío.

La verdad era la segunda: que Judas, como todos los demás humanos, tenemos la oportunidad de escoger entre el bien y el mal. Todos tenemos esa conciencia que nos habla desde lo más íntimo.

El cristianismo no es una religión, sino una manera de vivir. Un conjunto de principios, más de obediencia interna, que de seguimiento de reglas y normas externas. Una decisión voluntaria de permitir el desarrollo de una relación entre una entidad llamada Jesús y el hombre. Un culto diario al cultivo de esa amistad, en vez del cumplimiento externo de ritos. Una disposición a dejarse moldear por la guianza de un ser sobrenatural que allí anida, en vez del seguimiento externo de llevar a cabo actividades y obras. No es por obras, sino por gracia, leemos en la Escrituras.

El cristianismo no es la ceguera del fanatismo que niega la razón y el entendimiento. Es una fe, sopesada, mesurada, basada en la convicción y la experiencia personal; no la copia de la repetición ajena. La relación con la Iglesia es una relación de congregación, porque la iglesia es el cuerpo que se forma de la alianza entre todos los creyentes. La iglesia no tiene nombre, porque es un lazo invisible que se une solidariamente; luego, no tiene apellido, ni marca, sino la marca de aquel de donde proviene todo amor y toda solidaridad.

La fórmula: Cada quien tiene la capacidad para discernir su significado y alimentarse de la revelación personal de la experiencia. La más simple es esta: “amar a Dios con todo tu corazón, alma y fuerzas, y a tu prójimo como a ti mismo”. La primera es una declaración de la relación vertical entre el hombre y su Creador. La segunda, es amar al prójimo. El más próximo a uno puede ser la esposa, los hijos, la familia, los amigos, los compañeros de trabajo. Ellos son el prójimo más próximo. Hacia ellos se cultiva la relación horizontal del hombre hacia el hombre.

La condición más armónica y perfecta en el hombre, se encuentra en el centro mismo, al unir la relación vertical de Dios con la relación horizontal del hombre formando el eje. Justo el medio de la Cruz. Ese es el significado de la Cruz. El perfecto balance entre el Creador y su criatura.

Hay que cargar al Señor todas las semanas del año. Adentro, en lo más profundo del corazón, donde se asienta el espíritu del hombre.

alfredkalt@gmail.com

ESCRITO POR:

Alfred Kaltschmitt

Licenciado en Periodismo, Ph.D. en Investigación Social. Ha sido columnista de Prensa Libre por 28 años. Ha dirigido varios medios radiales y televisivos. Decano fundador de la Universidad Panamericana.