Jugando a no saber

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Es difícil saber cuántos ciudadanos tendrán conciencia de la trascendencia de las decisiones que se toman en los círculos políticos y, sobre todo, si sabrán cuántas de ellas impactarán en su entorno doméstico y laboral. Lo que sí es seguro, es que muy pocos están dispuestos a actuar en consecuencia. Esta especie de abstencionismo ciudadano parece ser el resultado de una cadena de decepciones sumada al escepticismo derivado de ver desfilar a un partido político tras otro. Todos ellos, sin excepción alguna, más empeñados en engrosar patrimonios personales gracias a un sistema que lo permite, que a enfocarse en los objetivos propios del desarrollo del país.

De ahí viene una de las profundas debilidades del sistema: la no participación política de la ciudadanía. Mencionar a una persona la importancia de su afiliación a una organización política, equivale a pedirle engrosar las filas de la corrupción. Esas instituciones —pilares de todo sistema democrático— han caído en un estado de desprestigio de tal magnitud que en la actualidad son la venalidad y la falta de ética los rasgos de su perfil más conocidos por la opinión pública. Para revertir esa percepción y corregirla debería ejecutarse un proceso de depuración de todo el sistema, iniciándolo desde la indispensable reforma de la Ley Electoral y de Partidos Políticos, instrumento esencial para corregir esta tendencia.

La esencia de la democracia es saber. Conocer quiénes gobiernan y ejercer una ciudadanía responsable y participativa, la cual incluye la incorporación de las mujeres a los cuadros de dirección de las organizaciones y una actitud general de respeto por sus derechos políticos. De otro modo, se permite el abuso de poder, el clientelismo y la corrupción por simple abstencionismo de quienes poseen el voto. El silencio de los buenos es el alimento de quienes utilizan el poder para manipular y desarticular la voluntad popular. No saber —o no querer saber— es uno de los vicios más perversos de una nación dañada desde sus fundamentos. Pero cuando se trata de la recuperación de la institucionalidad y de la dignidad política, el único remedio posible está en manos del enfermo. Por ende, al final de cuentas es a esos ciudadanos que no quieren saber, a quienes corresponde poner las cosas en su lugar.

Ejercer ciudadanía constituye un esfuerzo de enormes proporciones, sobre todo cuando ese ejercicio deberá enfocarse en corregir un sistema que ha sido instrumentalizado por grupos de enorme influencia sobre los tres poderes del Estado. Pero como dicen por ahí, no hay intento desperdiciado y quizá la voluntad ciudadana haga toda la diferencia.

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