Una ley incómoda
Si alguien le preguntara a usted si conoce a algún exfuncionario que haya salido después de cuatro años viviendo en la misma casa que tenía al asumir el cargo, probablemente se vería en problemas para identificar a alguno. Porque así son las cosas, los salarios consignados en las nóminas raramente corresponden a sus niveles de gastos o a su estilo de vida, a sus vehículos blindados, a sus guardaespaldas, a sus viajes, a sus joyas y a sus casas recién estrenadas.
Pero cuando se intenta encontrar el secreto de la fórmula, las compuertas se cierran en las narices de los intrusos. Incluso, hace algunos años, esos datos se ocultaban bajo la excusa de ser “secreto de Estado”, tal como la ejecución presupuestaria de algunas entidades consideradas estratégicas. Sin embargo, los representantes del pueblo decidieron, tras muchas presiones de la sociedad, legislar sobre este tema tan polémico.
El resultado fue la Ley de Acceso a la Información Pública, la cual, en su artículo segundo, numeral 4, especifica que los sujetos obligados, es decir, “toda persona individual o jurídica, pública o privada, nacional o internacional de cualquier naturaleza, institución o entidad del Estado, organismo, órgano, entidad, dependencia, institución y cualquier otro que maneje, administre o ejecute recursos públicos, bienes del Estado, o actos de la administración pública en general”, deberán mantener actualizada y disponible la información referente al “número y nombre de funcionarios, servidores públicos, empleados y asesores que laboran en el sujeto obligado y todas sus dependencias, incluyendo salarios que corresponden a cada cargo, honorarios, dietas, bonos, viáticos o cualquier otra remuneración económica que perciban por cualquier concepto”.
Eso quiere decir que cualquier ciudadano, en virtud de esta disposición, tiene derecho a conocer en detalle los ingresos de sus representantes en el Congreso de la República, así como de secretarios, ministros y hasta del mismo Presidente, tal como suele practicarse en otras naciones democráticas cuyas autoridades velan por la transparencia en el gasto público. Negar esta información ya no es, entonces, una opción legítima sino un acto reñido con la ley citada. Cualquier actitud de resistencia a este mandato es, por lo tanto, un resorte que aviva las sospechas de malos manejos del presupuesto, operaciones fraudulentas, sobornos y contrataciones ventajosas de beneficio personal.
El único modo de despejar esas dudas razonables de la ciudadanía es abrir los archivos y enseñar los detalles de la administración del dinero que tanto trabajo le cuesta generar al pueblo de Guatemala.
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