TIEMPO Y DESTINO
No existe crisis política, ni hay más polarización
Los intentos de meter miedo a la población diciéndole que caerá el cielo en pedazos si se diera una correcta y rigurosa aplicación de la ley en los casos de corrupción denunciados por el Ministerio Público y la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala, es un viejo y conocido truco para justificar una eventual implantación del estado de Sitio y detener los movimientos poblacionales de descontento que podrían generarse en el campo y tocar a las puertas de las grandes ciudades, incluida la capital.
La realidad es otra. No hay crisis política alguna, ni mayor polarización de la que ha existido siempre, la cual no desaparecerá -sean cuales fueren los resultados del debate que se desarrolla estos días en los medios de comunicación, unos en favor y otros en contra del Gobierno, de los diputados, de los partidos políticos y de sus dirigentes, y con menor intensidad contra algunos jueces y magistrados— si persiste la impunidad.
La crisis política es otra cosa. Surge cuando se tambalea un Gobierno por acciones de la oposición o cuando el Gobierno se tambalea por el peso de sus propios errores. Es decir, cuando la ingobernabilidad se hace patente y a continuación se produce un cambio brusco que interrumpe el normal funcionamiento de las instituciones públicas.
Nada de eso sucede estos días. El Organismo Judicial funciona y lo mismo puede decirse de los organismos Ejecutivo y Legislativo. Funcionan mal, pero funcionan.
En cuanto a la “polarización” de la que hablan los comentaristas y políticos, necesario es repetir que no desaparecerá en tanto existan desigualdad social, violaciones de los derechos humanos, asesinatos de sindicalistas, periodistas, activistas contra la explotación minera, venta de trozos del territorio nacional bajo la apariencia de licencias y concesiones de exploración y explotación, abusos de los poderes económico y político, corrupción administrativa que, por lo visto, no tiene muros de contención, y ese estilo de despreciar y retar a la moral internacional representada, para el caso nuestro, por el comisionado de las Naciones Unidas contra la Impunidad en Guatemala.
Ese “otro” como algunos llaman al abogado Iván Velásquez, es el representante de 193 naciones que lo apoyan, lo aplauden y lo sostienen económicamente. Y véase, acerca de este punto, la Resolución 1/17 de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Es un rapapolvo a los funcionarios corruptos, los que toleran la corrupción o no la combaten, y una firme intención de continuar respaldando y fortaleciendo el trabajo de la Cicig.
Además de una impresionante y admonitoria exposición de motivos, la resolución contiene ocho recordatorios y exhortaciones al Estado de Guatemala al que le dice cosas como estas: “Son componentes inherentes al ejercicio de la democracia la transparencia de las actividades gubernamentales, la probidad, la responsabilidad de los Gobiernos en la gestión pública, el respeto por los derechos sociales y la libertad de expresión y de prensa”. Y añade: “La impunidad impulsa y perpetúa los actos de corrupción”.
Más que crisis política, lo que hay es un proceso de descomposición estatal que rebasa las fronteras nacionales y obliga al mundo a taparse las narices, para no desmayarse.
En síntesis, todo se reduce a los efectos de la corrupción que, como sabemos, contamina todo lo que toca; e imagino cómo reaccionarán los integrantes de la CIDH al conocer el paquete de leyes aprobado hace pocos días por el Congreso de la República.