TIEMPO Y DESTINO

Réquiem por las niñas quemadas

Luis Morales Chúa

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GUATEMALA ES UN PAÍS de tragedias. Nadie ignora esto. No lo ignora tampoco el Estado.

El 14 de julio de 1960, doscientos veinticuatro enfermos mentales perecieron por el incendio del Hospital Neuropsiquiátrico que, por esos días, funcionaba en la 12 calle, entre primera avenida y la avenida Elena, de esta capital.

El 16 de octubre de 1996, cerca de cien aficionados al fútbol, entre ellos varios niños, perecieron en el estadio Mateo Flores, cuando una avalancha de fanáticos los apretó contra la malla protectora que circundaba la cancha.

El hecho fue atribuido a dirigentes deportivos, señalados de haber organizado o tolerado una ilícita forma de vender más boletos de entrada que los que corresponden a la capacidad autorizada del estadio. Unos pocos sospechosos de ser culpables fueron procesados y poco tiempo después absueltos. Y las investigaciones oficiales terminaron en ese punto. Al fin y al cabo ¿qué importa la muerte de todos esos aficionados, en una país donde la costumbre de matar es aplicada diariamente en todo el territorio nacional?

Seis mil asesinatos por año ilustran cómo es la vida en este país de la muerte.

El 8 de marzo, recién pasado, en un centro estatal denominado, véase la ironía, Hogar Seguro Virgen de la Asunción, 37 niñas perecieron quemadas y otras más sufrieron quemaduras graves, como consecuencia de un voraz incendio causado por la situación torturante que las niñas padecían en ese establecimiento destinado a darles protección y abrigo.

Debo reiterar el hecho de que las niñas internadas en ese lugar —manejado con criterios casi carcelarios— no eran menores en conflicto con la ley penal, sino víctimas de abandono, maltrato infantil y de otras circunstancias provenientes de malas condiciones familiares o sociales. Eran llevadas a ese lugar para darles la paz y la ternura que su situación social les había arrebatado. Y mírese cómo 37 de ellas han terminado.

Ahora, después del incendio que podría ser considerado un crimen especial de Estado, por la naturaleza del sistema administrativo, se ha sabido que esas niñas en lugar de ser protegidas, bien alimentadas, educadas, curadas y tratadas con todo el respeto a su condición de personas, eran víctimas de una deficiente administración y de ataques constantes a sus derechos humanos, como violaciones sexuales, agresiones físicas y otros tratos crueles, inhumanos o degradantes. Revelaciones que deben ser investigadas a fondo, con el fin de descubrir la verdad, más que con el de salvar a los sospechosos de culpabilidad, o acentuar contra ellos el rigor de las sanciones que puedan corresponderles.

Lo que sucedía en esa cámara de torturas, es algo parecido a lo que sucede a millones de otros menores de edad que sufren por el abandono, la miseria y la desnutrición crónica. Solo que perecen a fuego lento. No todos en una misma noche.

La niñez de Guatemala es una de las más desnutridas y enfermizas del mundo. Entre los 192 países estudiados por especialistas mundiales, solo cuatro están en peor situación.

La desnutrición crónica de la niñez guatemalteca es, además, el doble de la que padecen las de los otros países centroamericanos. Y con esto está dicho todo.

La culpa tradicional es, entonces, de nuestro Gobierno —no aludo a funcionarios en particular— que desde hace cincuenta años funciona como un tramitador, a veces corrupto, de negocios en beneficio de particulares, nacionales y extranjeros.

Sin olvidar que el Estado ni siquiera se interesa en investigar cuál es el destino de esos 1.800 niños y niñas anualmente exportados bajo la apariencia de adopciones internacionales. ¿Dónde están y qué hacen con ellos los “padres adoptivos”?

Y todos aquellos que rezan por las almas de los muertos, deben guardar energías espirituales porque durante siglos tragedias como las mencionadas volverán a repetirse, y nuevamente habrá llanto, lágrimas y rezos.

Y abundarán los comentarios de que todo pudo ser evitado.

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