Saldo de la ausencia
Hay una especie de orfandad frente a la muerte. Cuando me despedí este 2012 de la querida maestra Luz Méndez de la Vega y de los maestros Efraín Recinos, Jorge Sarmientos, Ramón Banús y Tasso Hadjidodou, entendí que hay en el mundo un libro más solo, un teatro más vacío, una partitura en silencio, un lienzo en blanco y una carcajada suspendida. Una época en el arte y la cultura tocó a su fin, para poner la estafeta en la mano de los siguientes. Y se cuela el mexicano Carlos Fuentes en este párrafo, porque su “Aura” se queda también huérfana. Hay un enorme legado luego de todos ellos y ese es, para mí, el significado de la trascendencia, pero negar que dejan un vacío en las paredes de este tiempo y de esta cartografía, sería inútil.
Sin drama alguno, cuando acuno en mis brazos a bebés recién llegados a la vida, realizo que su primera bocanada de aire fue también su primer abrazo a la muerte. Porque vida y muerte son hermanas gemelas, mellizas inseparables, los dos ojos de un mismo rostro. Eso de morir es irreductible, aunque mucho se hable de que la muerte no signifique algo que se acaba, sino solo algo que se transforma. La muerte es ineludible y creemos estar más o menos preparados para ella, pero por alguna misteriosa razón, nos toma siempre por sorpresa.
No todas las muertes nos tocan de la misma manera, porque no todas las vidas lo hacen. Las de nuestros seres queridos y cercanos nos vacían el cuerpo dejándolo distinto para el resto de la vida. Hay otras, las de personas que, aunque no conocimos tanto, llegaron a convertirse en nuestros referentes por alguna razón especial de trascendencia humana, y nos hacen sentir que las extrañamos casi cotidianamente. Están también esas otras partidas de gente no tan conocida pero presente de alguna manera en la propia vida, que nos conectan con la memoria de un momento en particular de nuestro caminar. Y están las muertes violentas de quienes jamás conocimos, pero que nos influyen sin que siquiera lo intuyamos; asesinatos, masacres, guerras, aquí o en el otro lado del mundo, llegan en forma de una energía difícil de definir y nos afectan profundamente.
La muerte de niños y niñas por hambre, en una masacre o en cualquier ataque armado, en Guatemala, EE. UU., Gaza o Siria, es el símbolo más perfecto de una mala muerte. Puede ser que a muchos no les importe, pero hay una distancia entre ello y el hecho de que realmente no afecte el mundo que habitamos. Y cuando se piensa que se está medio aprendiendo a vivir, lo que realmente aprendemos por aquí es a morir.