PERSISTENCIA
Sobre la moral
Disertar sobre la moral no tiene ningún objeto, fuera del querer convencer a los otros de una serie de tranquilizadoras falsedades.
Predicadores y moralizantes señalan el bien y el mal, lo analizan, lo desmenuzan y llegan a conclusiones contumaces. Siempre tienen la palabra exacta en la boca. Jamás dudan y dan sentencias inexorables. Para cada pregunta dan la adecuada respuesta y sus convicciones son rotundas murallas que los defienden de peligrosas contradicciones.
Sin tartamudeos, con altanera voz, se dirigen a sus semejantes y los fulminan con sus máximas. No cavilan. No se cuestionan. Repiten y se repiten una misma letanía hasta quedar satisfechos y sosegados. Dicen poseer la verdad. Lo que poseen es una especie de droga que calma su angustia. Para vivir y sobrevivir entre sus semejantes han de esgrimir frases inexpugnables que no tienen otra finalidad que la de encontrar la placidez y el descanso, aplacando, así, sus ocultos instintos perversos.
Como dice Camus: “la honradez no necesita reglas”. No es que se nazca honrado; se crece de un ambiente honrado y se trae un alma con predilección por lo honrado. Pero no son las palabras las que hacen cambiar a los humanos, sobre todo si estas están en oposición a los hechos.
Las leyes humanas son por eso injustas y falaces. Nacen de eficientes moralistas (o juristas) que logran imponer sus dictados, los cuales, a menudo, únicamente sirven para proteger al poderoso de su peor enemigo, el menesteroso.
Establecer qué es lo bueno y qué es lo malo y disertar sobre ello es, por demás, execrable. Se debe antes establecer que es lo bueno y lo malo dentro de nosotros mismos. Ardua tarea, pues tendemos a engañarnos con facilidad.
Probamos nuestra honradez con nuestros hechos que no con nuestras palabras.
Esta tiene poder únicamente si nos otorgan la posibilidad de la duda, si hacen tambalear nuestras sólidas creencias. Pero, sobre todo, si logran cambiar nuestra manera de actuar en beneficio de nosotros mismos y de los demás.
Toda moral está al servicio de un sistema político determinado, que lo único que trata es de domesticar al individuo, de hacerlo juicioso, obligándole a no pensar en sí mismo y por sí mismo y acatar todo dogma o doctrina que otorga el poder a unos cuantos.
Siempre habrá quienes diserten sobre la moral y quienes la prediquen. Hasta se escriben libros sobre ella. Se ven con portadas en donde se ha impreso un dedo señalador, acusador. En alguna forma quieren hacernos sentir culpables. Quieren mutilarnos. Como cuando éramos niños y arbitrarias de padres, maestros y curas.
En verdad, preferimos a los que viven una vida disipada que no se hacen daño ni a sí mismos ni a los demás que a los que viven una vida tristemente impecable, regida por una fatua moral castrante que paraliza razón y sentimientos.
Por eso el peor enemigo del moralista es el poeta. Porque el poeta no fanfarronea con lo bueno y lo malo. Va más allá. Nos desnuda su corazón y su vida. Se nos entrega sin demora. Nos hace dudar, pensar, sentir. Desborda cavilaciones, que no creencias.
Con frecuencia el moralista es lobo con piel de cordero. El poeta, en cambio, es lobo auténtico. Su fuerza radica en su carencia de máscaras, de disfraces, de afeites. Se sabe lobo y se presenta como lobo. En múltiples ocasiones es oveja con piel de oveja. Sin engaños ni manipuleos.
Las épocas en que se les da importancia a los moralistas son las épocas más inmorales. Aclaremos: son las épocas en donde el hombre atenta más en contra de sí mismo y, por ende, de sus semejantes.
En cambio, hay épocas en que se venera a los poetas. Grecia y Roma. Aún no había nacido la palabra pecado y la palabra perdón era cuestionable. No se temía al poeta porque había un deleite por aprender a pensar y a sentir.
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