PERSISTENCIA
Troncos nutricios
Cuando nacemos continuamos ligados, para sobrevivir, a un tronco nutricio, exclusivo y excluyente: la madre o su sustituto.
Esta exclusividad de tronco nutricio que habría de desaparecer al finalizar la infancia, parece que perdura en el transcurso de toda la vida de los seres humanos.
En una u otra forma, existe una necesidad instintiva de buscar a alguien o algo a que aferrarnos. Y, simbólicamente, andamos en demanda de nuevo calor materno, proporcionado, a veces, por otros seres humanos, o bien por partidos, instituciones, religiones, sectas, que nos acogen dentro de su seno.
El destete parece casi imposible en los humanos (que en los animales). Su necesidad de amor y protección es ineludible e imperiosa. Su “miedo a la libertad”, más imponente. De este modo, ensayamos nuevos cordones umbilicales que nos enlazan a seres de los cuales dependemos, o bien a militancias (religiosas, políticas o de otra índole) que afirman poseer “la verdad” que nos acogerá y que no es otra cosa que un nuevo tipo de amor maternal, a pesar de toda la lógica y convincente filosofía de la que se haga alarde.
Y así devenimos en “militantes” de grupos que amparan al individuo desolado bajo el omnipotente poder de una “verdad” o “creencia”. Entramos, de esta manera, en una especie de edipismo consolador.
Ya inmersos en estos dogmatismos recalcitrantes, no hay sabia razón o ejemplo vital que nos haga pensar en la posibilidad de otros mundos pensantes. Y es que estamos en un reconfortante útero, del cual no deseamos ser expulsados por miedo de enfrentarnos solos a la vida. Es lo que Erich Fromm llama “El miedo a la libertad” que nos evita ser dueños de nosotros mismos y responsables del mundo que nos circunda.
Con la expresión “el que no está conmigo, esta contra mí”, se inicia el fascismo. Porque todo dogmatismo renuente es partidario de la actitud fascista. Empezamos por cerrarnos y acabamos atacando. Los que no piensan como nosotros, los que no profesan nuestra “fe”, si no son conquistados, han de ser exterminados. Aunque esta exterminación no se manifieste necesariamente con el aniquilamiento físico. Se puede exterminar de múltiples maneras: no oyendo, no leyendo, no viendo, no observando, no tomando en consideración otras posturas ante la vida. Siendo indiferentes, negando el apoyo que podríamos dar, olvidando, que es una manera de matar. No pensando, rehusándonos a quitarnos el uniforme del grupo (que puede ser físico o psíquico), el cual nos da la firmeza y seguridad en lo que hacemos, y demostrándole con actitudes, hechos o frases a aquel que no lo lleva puesto, que es un ser desajustado, descastado e indigno.
A veces, dueños del poder, gobernamos el mundo desde nuestra “verdad” inapelable. Generalmente viene de un tronco nutricio exclusivo y excluyente. Viene de su seno maternal simbólico que nos alimenta a plenitud y al cual nos prendemos ávidos. Y ya gobernadores, iniciamos la danza del exterminio.
La indoctrinación es la primera fase. Luego viene la reclusión, la desaparición, el exilio o la muerte para el que no admita esa primera fase. Para el que la admite, se abre una vida ya programada, totalmente diseñada. Los auténticos seres humanos que han sobrevivido por acaso inician, entonces, el éxodo. A veces, tan solo hacia el silencio, que es otro infame desierto.
Hay quienes se atreven a ir en contra de esa “verdad” única, implacablemente establecida y aspiran alcanzar la libertad. Son los rebeldes, los que repudian toda dictadura, los que alzan la bandera antidogmática, los que abren las puertas de las cárceles inhumanas, los que rechazan marchas militares y rezos apaciguadores. Los que no tienen “miedo a la libertad”.
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