SIN FRONTERAS
Una política migratoria cooptada
Si usted se pregunta si Guatemala ejecuta una política migratoria, mi respuesta sería que sí. Pero dudo de que esta haya sido elaborada en casa. Más bien, habría sido ideada en la casa de gobierno blanca, allá en Washington, DC, en la línea de un sector norteamericano. Todo empezó en julio de 2014, cuando Otto Pérez Molina y los presidentes de Honduras y El Salvador fueron citados a la Casa Blanca por el presidente Obama. Allí se les notificó que sobre la región se instalaría un plan y que sus ejecutivos habrían de allanar camino en sus países. El pretexto del plan: una crisis de menores no acompañados en la frontera sur. Una crisis que, en su momento, organizaciones humanitarias en la ruta migrante denunciaron como una fabricación artificial.
Y es que, indiscutiblemente, millares de menores sin compañía paterna desbordaban los albergues en la frontera. Pero dichas organizaciones aseguran que el flujo era normal, que el incremento no fue tal. Acusaron, incluso, a la guardia fronteriza de retener a los menores para aparentar un pico extraordinario. Uno que justificara el llamado Programa Frontera Sur en México, y la intervención política del Triángulo Norte Centroamericano. Los presidentes citados recibieron su instrucción oval y regresaron a sus países. Tres meses después, nuestras cancillerías aparecieron con un plan, supuestamente propio. Un plan regional como ninguno otro elaborado en conjunto por los tres países, pero sí muy similar a planes anteriores estadounidenses, como el Alianza para el Progreso de Kennedy, y el Plan Colombia de 1999.
El Plan tiene cuatro ejes. Dos de inversión social, y dos de control y orden. Y aunque muchos celebramos los logros que ordenan la casa y que fortalecen la institucionalidad, los ejes sociales parecen menos importantes. El Plan monopolizó el discurso oficial migratorio en el país y sustituyó nuestro compromiso con el migrante con un nuevo eslogan: “Se crearán las condiciones necesarias aquí, para que la gente ya no emigre”. De pronto, los migrantes en el exterior oficialmente perdieron prioridad en la política migratoria. Y mediáticamente el eslogan funciona, en especial por la falta de riqueza y desarrollo que genera tanta emigración. Pero deja dos vacíos imposibles de ignorar: Primero, que —aún siendo efectivos— tomaría décadas para generar esas condiciones que eviten el éxodo, y que la economía no es la única causa de emigración; y segundo, que existe una población en el exterior que demanda del Estado una política propia, que nada tiene que ver con las condiciones del país que ya no sienten propio.
Desde una visión diacrónica, el Plan tiene poco —o nada— que ver con migración; y tiene mucho —o todo— que ver con el control regional estadounidense. Es una actuación que podría dejar espacios de mutuo beneficio para evitar el ataque de grupos locales interesados en desestabilizar al país. Habría sido una oportunidad única de concertar, a cambio, caminos de regularización migratoria para personas que tienen su vida formada afuera del país. Pero ahora todo esto suena inalcanzable, porque Guatemala ha decidido rendirse de manera llana. Lejos ha quedado la dignidad del presidente Arévalo, quien al confirmar amistad con Estados Unidos le dijo a su embajador que Guatemala siempre estaría de su lado, pero de pie, y no de rodillas. Cuánta falta hace esa dignidad, en especial ahora, en la víspera del mandato de Trump, mientras se llena de militares su gabinete. Cuánto vacío queda cuando nuestros funcionarios responden a las preguntas migratorias con el ya trillado eslogan del desarrollo para no emigrar. Cuánta falta hace que se hubieran alejado de la visión conservadora sobre la migración, y que velaran por los intereses de la gente que ya emigró.
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