La vara de medir

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A nadie escapa que así como hay conductores que adquirieron su licencia profesional a través de buenos contactos cuando aun no existían los controles actuales, también ha habido profesionales cuyas calidades responden a procesos no del todo transparentes, habiendo sido beneficiados con un estatus no ganado con su esfuerzo.

Del mismo modo, es lamentable observar otras maneras de conciliar los intereses personales con actividades francamente ilícitas, como es la copia ilegal de películas de reciente estreno. Este fenómeno, presente en todos los círculos de la sociedad, aun en los de más altos ingresos —”es que salen tan baratas y me las traen a la puerta de mi casa”— constituye una de las más flagrantes declaraciones de irresponsabilidad ciudadana al enriquecer y hacerle el juego a las redes criminales que lucran con esta actividad.

La ciudadanía parece haberse acostumbrado al doble rasero. Ese rasero acomodaticio muy bien enraizado en la vida cotidiana, el cual resta importancia a las acciones propias para endosarle todas las culpas a las ajenas. En este aspecto entran temas tan sensibles como el aborto, procedimiento accesible a las capas más elevadas de la sociedad y penalizado con la cárcel y la condena moral para las mujeres del pueblo. O como los malabares fiscales capaces de reducir de un plumazo los estados financieros de grandes compañías, pero de una precisión milimétrica cuando se trata de cobrarle impuestos a la masa trabajadora.

En el aspecto humano entra el discurso inflexible de los líderes religiosos convencidos de poseer una misión divina que les autoriza para ejercer un total control sobre la moral y la conducta de sus semejantes. Suficientes evidencias ha habido de los escándalos privados y el enriquecimiento grotesco de estos dueños de la verdad absoluta, cuyo carisma ha de ser la pócima mágica que les libra de ser defenestrados y castigados en la plaza pública.

Ya en el campo privado, somos muy asertivos cuando condenamos las violaciones del Estado o de grupos de poder contra los derechos humanos, pero no vaya a ser que nos pregunten cuánto le pagamos a nuestro servicio doméstico, cómo tratamos a nuestros trabajadores y si por casualidad sabemos cómo viven y en qué condiciones. Así también funciona la férrea defensa de nuestra privacidad ante el juicio de otros, porque nos hemos convencido de poseer una rectitud que probablemente caería en pedazos si practicamos un ejercicio de conciencia honesto y sin tapujos.

El país sería el primer beneficiado con una revisión de valores y una reestructuración de prioridades. Porque una nación es construida por sus habitantes, no por el Estado ni por sus líderes. Es un asunto de responsabilidad ciudadana.

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