LA ERA DEL FAUNO
Y el arte, después o nunca
Quienes van por el país documentando la injusticia, soportando bombas lacrimógenas y filmando la extrema pobreza no quisieron ver todo eso. La necesidad de transformar la sociedad es lo que obliga a describirla. Esa tarea implica sacrificar proyectos personales. El llamado de la conciencia es implacable.
Difícilmente, un niño aspira ser un adulto que documentará huesos desenterrados en un campamento militar. De pequeño se quiere ser tendero, artista, lo que sea, jamás un eslabón funerario entre la persona y su entorno. Acaso los defensores de los derechos humanos iban para músicos, escritores, veterinarios. No habrían querido fajarse en un país en constante laceración. Mas, gracias a que siguieron el llamado de su conciencia es que la sociedad se entera de los abismos en los que se encuentra.
Aunque se suela valorar la tarea de los activistas cívicos como si fuesen peces en el agua, la suya es una labor de insatisfacción. Un día celebran el camino hacia la justicia y al siguiente ven cómo algún funcionario acaba con todo. Miran de cerca las desgracias que ignoramos o que queremos ignorar. Entierran sus manos para mostrarnos la raíz de los problemas y nos las muestran. No siempre la sociedad aprovecha esas acciones.
Se agradece la entrega del amigo que murió luchando por los derechos humanos hasta el último de sus días, que falleció generando proyectos sociales, pero ese amigo nunca debió sacrificar sus aspiraciones por causa de un Estado corrupto y asesino. Acaso iba para actor de cine, para antropólogo constructor de sociedades fraternas, no para cargar ese peso sobre sus hombros. Me refiero a todos los activistas, profesionales humanistas, y aludo particularmente a Alfonso Porres, por supuesto, amigo fallecido esta semana, fundador de Luciérnaga, Casa Roja y otras entidades de incidencia social.
Sus proyectos eran ese mandato de la conciencia, al mismo tiempo, adentro del activista se ahogaba el poeta. Alfonso, el extraordinario poeta. Se oye simple, sin importancia para algunos, pero ese poeta que tenía dentro daba reposo a sus conflictos existenciales. Sus libros y poemas inéditos lo demuestran. Narcótico contra el amor terrible. Desahogo de la asfixia.
El amigo solidario abría las puertas de su casa para que entrara medio mundo, en tanto que el poeta se hundía en silencio dentro de su roja noche. Cada día abandonaba cualquier proyecto personal. Su ser, su propio amigo o enemigo, manifiesto en las palabras, lo habrá mecido en la soledad dolorosa que sigue tras la concurrencia.
En países civilizados hay residencias para artistas. En Guatemala, la residencia del artista es el cementerio. En las aldeas de este país hay personas cuyos talentos mueren antes que ellas. Su ingenio es insuficiente para escalar, pues no hay igualdad de oportunidades, ni escuelas artísticas de primer nivel y están obligados a trabajar ocho horas o más en otras cosas.
Proyectos hay que se rompen trágicamente. Personas con potencial artístico extraordinario van colgando de las camionetas. Y ni se enteraron de que lo tenían. O se embarrancan con él. Niños mueren por balas perdidas. Un marero mandó matar a una muchacha cuando iba al colegio. El país obliga a olvidarse de los talentos y enfrentar una realidad harto miserable. Según las necesidades, surgen personas que dan la cara y sacrifican sus aspiraciones más profundas. Los artistas de tiempo completo deben tanto a los activistas, a los defensores de los derechos humanos, a los profesionales humanistas. Ya vendrán después a pintar la escena, a musicalizarla; ya vendrá el poeta a escribir una puntada.
@juanlemus9