EL QUINTO PATIO

Zona roja

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Paola se llamaba la cantina en donde se explotaba sexualmente a las dos adolescentes de 16 años de edad rescatadas por la PNC. Una de ellas, madre de un bebé de 10 meses. La nota periodística no da mucha información, por lo tanto solo se puede conjeturar sobre cómo ambas jovencitas cayeron en las redes de trata, o cómo fue posible su permanencia en ese antro sin que nadie presentara una denuncia. Porque ¡vamos!, es imposible que clientes y vecinos no se dieran cuenta de un hecho tan evidente.

Pero así es la vida de miles de niñas y adolescentes en Guatemala y en el mundo, una mercancía cotizada para su uso, pero sin valor cuando se trata de sus derechos. Esa dualidad ha marcado la ruta de género para una mitad de la población mundial cuyo desafío es sobrevivir a un sistema en el cual se definen sus posibilidades de desarrollo de acuerdo con un marco de valores que las discrimina y somete de mil y una formas, unas sutiles, pero otras de una violencia extrema llevada desde la esclavitud hasta el asesinato.

Ser niña no es ninguna ganga en los países en desarrollo, incluidos la mayoría de los latinoamericanos. La niñez y adolescencia del sector femenino es una zona roja en el mapa de la sociedad. En ella puede suceder cualquier cosa y no hay protección alguna cuando la ruta es definida a partir de directrices patriarcales grabadas en piedra. Esta manera de ver y definir la vida de las mujeres desde el momento de su nacimiento parece tan natural, que para identificar la torcedura de sus parámetros es preciso ejecutar un auténtico ejercicio intelectual y despojarse de algunos de los absurdos prejuicios establecidos en la sociedad como si se tratara de sus más elevados principios morales.

Las mujeres —y en cuenta las niñas y adolescentes— han sido tradicionalmente calificadas como seres débiles, sentimentales, románticos, llorones, emocionales, irracionales y tontos como característica genética. Los roles del sexo femenino han sido definidos por una sociedad patriarcal y no por la naturaleza, por lo tanto el papel que se les ha asignado y por el cual la mayoría de mujeres en el mundo sufren abuso durante su vida entera, cuando no la muerte, ha sido impuesto de manera arbitraria por un sistema diseñado para someterla.

Más dramático que ese acondicionamiento mental para calificar la naturaleza femenina es la naturalidad con la cual se observa la violencia a la cual se la somete. Así como se suele observar la violación como un suceso normal al darse ciertas condiciones que señalan a la víctima como responsable de su propia desgracia, a nivel general la discriminación, el irrespeto y la minusvaloración de la mujer es también un hecho socialmente tolerado y consagrado a nivel institucional, especialmente a través de las doctrinas religiosas y las organizaciones dominantes, como las políticas y económicas.

Tiene mucho sentido, entonces, ese silencio sobre los negocios más aberrantes cuyo impacto cae directo sobre el sector femenino: la trata de personas, el abuso sexual en el seno de la familia, la esclavitud doméstica ampliamente extendida y hábilmente justificada. Por todo esto, un trabajo de conciencia es de urgencia nacional.

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