El ojo crítico de un centenar de autores ha tenido la capacidad de captarnos e identificar en las acciones las características fundamentales que nos representan; al leernos —entre novelas y cuentos— nos encontramos frente a un espejo impalpable.
Ese reflejo se evidencia desde la idiosincrasia, que la Real Academia Española define como “rasgos, temperamento, carácter; distintivos y propios de un individuo o de una colectividad”. El lenguaje, las bromas, las virtudes y los vicios nos definen.
Al igual que en otros países, el reflejo de Guatemala puede verse insertado en la obra de escritores nacionales que, desde distintos estilos y tiempos, han plasmado sus contextos. Aunque la concepción idiosincrásica puede variar en cada autor, comparten el mismo contexto territorial. Entendemos nuestras distintas realidades al leernos.
Mario Roberto Morales —escritor, académico e intelectual guatemalteco— expresa que todos los autores responden en sus obras al contexto en el que escriben, aunque no se refieran al mismo de manera explícita. Cada uno plasma sus impresiones dentro de una realidad compartida con el resto de los habitantes.
Morales, autor de Los demonios salvajes —un texto fundamental de la llamada generación “de la nueva novela guatemalteca”—, dice que los escritores expresan distintas idiosincrasias. Menciona que hay poblaciones y agrupaciones que se encuentran al margen del Estado “que ni siquiera hablan español, y mucho menos, participan de fervores patrios relacionados” con una identidad construida por el Estado.
Para Miguel Flores, doctor en Arte y coordinador académico del departamento de Letras y Filosofía de la Universidad Rafael Landívar, la literatura no puede reflejar una identidad nacional, puesto que somos un país multiétnico y pluricultural. Indica que muchas agrupaciones difieren en lenguaje y costumbre.
Vivir en un mismo territorio implica que compartamos tierra en términos jurisdiccionales. Sin embargo, la identidad de quienes viven en ese espacio (o idiosincrasia) está lejos de tener una sola definición y menos de representar a todas las personas que se encuentran dentro de los límites geográficos.
Según Walda Barrios, socióloga de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales y catedrática de Ciencias Sociales, a los guatemaltecos nos unen nuestras divisiones sociopolíticas.
Barrios indica que el punto en común es el territorio. Los conflictos del país y las evidentes clases sociales son las brechas que terminan por perfilar nuestra identidad.
Para Omar Lucas, historiador de la Universidad de San Carlos e investigador social, los escritos literarios dejan ver alguna parte de la idiosincrasia, ya que la literatura está en función del humano y habla de sus realidades.
Lucas explica que, para decodificar una novela o un producto literario en su afán de interpretar la realidad, deben tomarse en cuenta algunos puntos; entre ellos, la capacidad de comprensión de distintos grupos e identidades en los escritos.
Otro valor recae en que los relatos tomen insumos intelectuales de ciencias como la antropología, la sociología o la política, para así tener un fundamento social y humano.
Aun así, el especialista en historia no descarta el valor de la relatividad dentro de las historias. Habla de la intención del autor frente a la interpretación de su lector. “Quien compone o escribe lo hace por una experiencia subjetiva, pero quien lo consume va a percibirlo de acuerdo con sus propias experiencias”, afirma.
Dentro de ese mismo contexto, Miguel Flores resalta la importancia entre quien escribe y quien lee. El especialista en arte explica que la obra literaria y el lector están íntimamente unidos y se complementan con el autor. Quien lee, dice el académico, debe decodificar los conceptos y palabras para darle así “el sentido del texto”.
Novela e identidad
En el libro Historia crítica de la novela guatemalteca, el académico de literatura Seymour Menton constató que la novela apareció en Hispanoamérica y, por ende, en Guatemala, en el siglo XIX como “un reflejo empañado por la novela europea”.
Menton apunta que el fin de las monarquías en Europa permitió que la novela fuera de un corte más “ensanchado”, ya que la caída de los reyes estuvo relacionada con el desarrollo de la Revolución Industrial que, a la vez, permitió un desarrollo de la clase media.
Es en esa clase donde surgen los novelistas; se empezaba a hablar de una misma situación socioeconómica. El crítico hace ver que dichos escritos fueron leídos por los mismos integrantes de esa clase social.
En Guatemala, Menton destaca como novelista extravagante del siglo XIX a Antonio José de Irisarri, de quien se sabría fue autor de la novela El cristiano errante. Puntualiza que el libro no tiene una trama y tampoco fue escrito o pensado como novela.
Según el crítico literario, Irisarri tenía interés por todo lo que le rodeaba, “penetraba en la política y en las costumbres y en el lenguaje también. Había un interés filosófico”, sostiene. Además, El cristiano errante cuenta con oraciones largas, frases parentéticas, refranes y advertencias al lector, completa Menton.
Estas características abordadas en aquel contexto guatemalteco imprimían “una costumbre de su tiempo para que la gente conociera su pasado”. Esto llevó a Menton a determinar el escrito como una “herencia del Quijote”, donde se evidenciaban los rubros que el crítico considera indispensables en una novela.
Este producto literario debe “tratar un asunto fingido, cuando menos en parte; intentar causar placer estético, y tener una trama compleja”. Aunque no fue concebida como tal, El cristiano errante se posicionó, de acuerdo con el estudioso, en una gran novela por el valor autobiográfico y completo de su autor.
“Escribe para expresarse y no puede dejar de dar al lector el gusto de sus salidas ingeniosas, aunque estorben la construcción de la novela”, aprecia Menton acerca de Antonio José de Irisarri.
Así como Irisarri, vinieron muchos otros “extravagantes” y emblemas literarios que reclamaron desde las páginas una idiosincrasia nacional. José —Pepe— Milla y Vidaurre obtendría un lugar preponderante en ese grupo de autores.
Menton, en el texto citado anteriormente, afirma que los “cuadros de costumbres [de Milla] nos trasladan al siglo XIX y nos hacen reír de las flaquezas humanas particularizadas para sus tiempos, pero típicas de todas las épocas”.
<< ¡Bendito sea el que inventó las ferias! Eso de reunirse en un estrecho espacio de terreno (…); asolearse, tragar polvo, exponerse uno a que lo estrujen, empujen y atropellen; ensordecerse con el ruido aturdidor de coches y diligencias y con el que producen los herrados cascos de los caballos sobre las piedras del pavimento; todo para ver y ser visto durante algunas horas (…) >>
El texto pertenece al relato La Feria de Jocotenango, abordado por Milla en Cuadros de costumbres, publicado originalmente en 1865; una prueba de aquella manifestación literaria que el autor inauguró en el siglo XIX y que le hizo acreedor del título de “padre de la novela guatemalteca”.
Milla, autor de obras como La hija del Adelantado, Los Nazarenos y El Visitador, buscaba cumplir el deseo de “fomentar una conciencia nacional”, refiere Menton, quien a la vez acredita a Pepe Milla como uno de los autores que cultivó “sistemáticamente” la novela histórica en Hispanoamérica.
Si durante el siglo XIX Irisarri y Milla hablaban del acto costumbrista y los jolgorios, a inicios de la década de 1900 Flavio Herrera desplegaba una identidad guatemalteca evocada desde el paisaje, su geografía y la contemplación de quienes la habitaban.
Herrera escribe en El tigre: <<Don Juan de León… Juan Noguera… últimos paradigmas de un mundillo que en los campos se va. Se va con su patriarcalismo de cuño español metido hasta los tuétanos; respirándolo por todos los poros y calándolo en los cuatro costados del rancho o la casona>>.
Francisco Albizúrez Palma, en el prólogo de la novela de Herrera, sustenta que el autor sugestiona la prestancia mágica de un mundo de costumbres indígenas. El tigre, infiere Albizúrez, resguarda componentes de los llamados relatos criollistas, que oscilaban en una temática nativa y un choque entre la civilización y la barbarie.
Marginados
Dentro de la línea costumbrista y novelesca destacaría también el Premio Nobel de Literatura 1967 Miguel Ángel Asturias. Sus obras posicionaron de manera notoria una identidad popular, criolla e indígena en la literatura. Su fijación por el ente popular se plasmaría en obras como Hombres de maíz o en sus Leyendas de Guatemala:
<<En Antigua, la segunda ciudad de los Conquistadores, de horizonte limpio y viejo vestido colonial, el espíritu religioso entristece el paisaje. En esta ciudad de iglesias se siente una gran necesidad de pecar>>.
En textos como el citado (perteneciente al relato Guatemala), Asturias dejaba ver una vena satírica de la población que se aleja de lo arraigado, de la tradición y de lo “correcto”. Esto, como valor idiosincrásico, sigue presente en algunos estratos sociales del país.
Si Asturias dio una voz a lo internacionalmente considerado como “criollo” y lo popular, el profesor y escritor Luis de Lión sería un difusor fidedigno de una idiosincrasia indígena en el contexto ladino. El autor escribió su obra en un período que abarcó desde la década de 1960 a 1980.
Mario Roberto Morales dice que De Lión “expresa la identidad de quienes están marginados de lo nacional, porque están excluidos de las ventajas de la ciudadanía”. El niño de los ojos de agua, relato que aparece en Los zopilotes y Su Segunda muerte, lleva al lector hasta ese mundo alejado de privilegios:
<<Otra vez como el año pasado. Otra vez le tocaría ir y venir todos los días. Irse bajo el sol chirís de la mañana, venirse bajo el sol viejito de la tarde. Y el camino era largo: salía de la aldea a puros brincos para bajar rápido la falda del Volcán de Agua (…) se metía largo rato entre los cafetales a los que hacían sombra gravileas bien canillonas, hasta que al fin se asomaba al miaditos de chucho del Pensativo>>.
Juventud existencial
A partir de la década de 1970 empezó a verse en Guatemala una nueva expresión de las identidades que, de alguna manera, formaron parte de la fracturada idiosincrasia nacional.
Según el historiador Omar Lucas, la generación de escritores desde los años setenta hasta los noventa se verían influenciados por nuevas consignas temáticas que abordaban una jerga comprensible para los jóvenes.
Lucas indica que autores como Mario Roberto Morales y Marco Antonio Flores serían punta de lanza de una generación que vislumbró una identidad urbana que rompió con temáticas de una sociedad “envejecida”. Así, obras como Los compañeros (Flores) y Los demonios salvajes (Morales) inaugurarían la “nueva novela guatemalteca”.
De acuerdo con el texto La estética del “boom” y el conjunto inaugural de la nueva novela guatemalteca, elaborado por Mario Roberto Morales, dicho movimiento se nutrió de una ruptura con la tradición narrativa que hasta ese entonces se había popularizado en Centroamérica.
Asimismo, el movimiento narrativo se abordaba desde una cultura con vistas hacia el rock y a los conflictos existenciales suscitados por la lucha personal de jóvenes en distintas capas sociales.
Dos décadas más tarde, ese universo literario tomaría otra forma con la obra de Javier Payeras, en especial con Ruido de fondo (2003). Su narrativa es representativa de aquel germen que se cultivó en la nueva novela guatemalteca de los años ochenta, donde prevalece la inconformidad y un leitmotiv digerible para agrupaciones jóvenes alineadas a una identidad contestaria y existencial que encontró un lugar en el underground.
<<Guatemala es para estar vivo, solo vivo se puede estar y sentir su enorme angustia. Este país es un paraíso vacío, no tiene guatemaltecos, todos somos extranjeros, todos vivimos distintos mundos, la ciudad no es uno de tantos>>, establece Payeras en el relato Ciudad basurero.
De esa vena identitaria con aproximaciones al nihilismo, lo citadino y hasta el lumpen, destacaría una camada que encontró asilo en proyectos editoriales como Casa Bizarra, Editorial X, del Pensativo y Letra Negra, entre otros.
Estas plataformas abordaban desde publicaciones independientes un panorama juvenil e intelectual que comenzaba a cobrar vida en forma de fanzines o blogs.
Mientras esa cultura independiente se traslucía en distintos formatos, había quienes se manifestaban de una manera ingeniosa y fresca.
Eduardo Halfon empezaba a ser publicado en los primeros años de este siglo. Con su obra devino un acercamiento hacia una literatura que plantea a Guatemala y su contexto en una prosa minimalista. En El boxeador polaco, Halfon relata:
<<Los nombres de los pueblos guatemaltecos jamás dejan de asombrarme. Son todos como suaves cascadas o como gemidos eróticos de algún bello felino o como bromas peripatéticas, depende. Ya de vuelta en la carretera, pasé por Sumpango, y cada vez que paso por Sumpango y leo el rótulo que dice Sumpango, me siento obligado a declamarlo en alto, Sumpango, pero no sé por qué>>.
Al igual que Halfon, surgiría en esa década y la siguiente una serie de autores que, desde un plano idiosincrásico de clase media, hablarían del contexto guatemalteco. Algunos de los nombres vinculados son Pablo Bromo, Alejandro Marré, Rodrigo Fuentes, Vania Vargas y Carmen Lucía Alvarado.
Desde afuera
Hablar de algunos autores nacionales implica situar sus contextos literarios fuera del país. Como Eduardo Halfon o Miguel Ángel Asturias, quienes vivieron en Francia —Asturias hasta su muerte en 1974—, hay escritores que han hablado desde su identidad guatemalteca desde otras latitudes y geografías.
Otro ejemplo de escritor que ha buscado refugio en Francia es el de Luis Eduardo Rivera, quien llegó al viejo continente hace cuarenta años para establecerse allí. Antes de esa época vivió en México —país que atestiguó el exilio político de autores de la talla de Luis Cardoza y Aragón o la poeta Alaíde Foppa—.
En una entrevista otorgada a Prensa Libre en octubre de 2019, Rivera —quien se hizo con el Premio Nacional de Literatura el año pasado— confesó su enamoramiento con París, donde a su llegada no tenía fuentes de ingreso económico, por lo que tuvo que trabajar como velador en un hotel.
“Yo me llevaba mi máquina de escribir y me iba al comedor a escribir”, contó Rivera. En esa época escribió, desde aquel hotel parisino, la novela Velador de noche / soñador de día. El título encarnaba la experiencia de Rivera en un país ajeno. Allí publicó la novela en francés y en español.
Francia ha sido un destino para literatos guatemaltecos durante los últimos cincuenta años y Cuba fue un refugio para otros tantos durante las primeras décadas del siglo XX. En la isla encontró un nicho de creación Marco Antonio Flores, quien habló de la identidad guatemalteca revolucionaria.
En Cuba también radicó el oriundo de Rabinal, Baja Verapaz, José María López Valdizón, responsable de obras como el compendio de libros La vida rota. López Valdizón militó durante la revolución guatemalteca de 1944 y radicó en Argentina y México. Donde estuviera, el autor empeñó su obra hacia temas como la vivencia rural, campesina y labriega de Guatemala. Algunos de sus publicaciones fueron Sangre de maíz, Sudor y protesta: cuentos, así como La carta, cuentos y relatos.
Miradas femeninas
No hace mucho, y tampoco hace poco —en la década de 1980— figuraron dentro del acervo literario algunas representantes que encarnaron desde las páginas consignas feministas y contemplativas en la realidad guatemalteca.
Entre esos temas osciló Ana María Rodas, quien publicó en 1973 Poemas de la izquierda erótica. En la década de 1980 salió a la luz El fin de los mitos y los sueños. Rodas desplegaría una nueva identidad femenina desde las páginas. Dice Ronald Flores en el libro Signos de fuego:
<<La obra de Rodas tiene la fortuna de no solo condensar muchas de las cualidades de quienes la preceden y de quienes la suceden. (…) tiene el tono feminista pero no la erudición de los poemas de Luz Méndez de la Vega, la sensación de vértigo de Margarita Carrera y maneja el tema de la sexualidad, pero no con la sutileza erótica de la poesía de Carmen Matute>>.
La mayoría de las mujeres escritoras guatemaltecas ahora reconocidas han trabajado desde la poesía.
Isabel de los Ángeles Ruano, una de esas poetas, reclamaría un espacio en las décadas que sucedieron a su primera publicación de 1967 Cariátides. En los ochenta publicó Canto de amor a la ciudad de Guatemala y Torres y tatuajes, y en 1999 Los del viento, de donde se extrae el relato Ante las puertas de la muy noble Guatemala de la Asunción.
En él, la autora presenta una minuciosa e íntima mirada hacia la amada ciudadela: <<Oye bien, noble ciudad, no quiero ser la desconocida, deseo por el contrario que recibas mis cánticos alborozados, y me tengas como a la luminosa que desgrana para ti sus más nobles palabras>>.
En esa misma identidad territorial y citadina se encuentra la poeta contemporánea Vania Vargas. El texto A menudo me descubro hablándote posiciona al lector en la urbe nostálgica: <<<Mirá los colores de la ciudad de noche / mirá cómo se distorsionan en los vidrios de los autos / cómo se destiñe cuando llueve y el asfalto se llena de manchas de luz / cómo se rebalsa la ciudad por los barrancos>>.
Espejo de la realidad
En las abordadas partículas de identidad literaria —sean femeninas, juveniles, étnicas, costumbristas y quijotescas— brillan los retazos de esto que llamamos Guatemala. Puede que nada englobe el significado de “idiosincrasia guatemalteca”, pero hay indicios para comprender la diversidad puesta en común.
El país existe por las palabras que pocos se atreven a escribir. En ese acto de escritura y posterior lectura es que —entre páginas— se evidencia la historia nacional, tan fragmentada e interminable.
En El futuro empezó ayer, la doctora en Letras Frieda Lilliana Morales apunta que somos lectores que funcionamos como telespectadores de la realidad. En otras palabras, explica, “son perspectivas que nos reflejan la realidad cotidiana que experimentamos y ante la cual tampoco reaccionamos, sino que solo contemplamos”, como en el espejo.