¿Cuál fue su primera travesía?
De San Mateo Ixtatán hacia el Cimarrón, en Nentón, Huehuetenango, en 1968, fue una linda experiencia. Cuando busqué alquilar dos mulas para el viaje, los pobladores pensaron que estaba chiflado.
Al llegar a la oficina de Correos y Telégrafos para enviar un telegrama a mi casa, le pregunté al encargado y me informó que por cada animal los lugareños cobraban un quetzal diario, pero que a mí me pedirían dos quetzales, porque para llegar a donde yo quería debía llevar un guía trilingüe, que hablara español, chuj y kanjobal, que eran los idiomas de la región.
Es algo que no se me olvida.
¿Y cómo supo de la existencia del Cimarrón?
Mi abuelo me contó una historia que le narró su abuelo, quien tenía patachos por el lugar. El relato era que una vez un grupo de contrabandistas lanzó una recua de mulas en el Cimarrón para evitar que las autoridades les encontraran el producto, por lo que me entró la curiosidad de conocer. Este gran agujero queda por Gracias a Dios, Nentón, a unos cinco kilómetros de la frontera con México.
¿Y la caminata que más recuerda?
Mi primer viaje a El Mirador, Petén, en 1998, con mis amigos de esos años, Luis Quiché y Oliverio Guerrero. Nos fuimos en vehículo hasta Carmelita y caminamos más de 130 kilómetros a pie, porque de esta comunidad a El Mirador hay entre 60 y 70 y se deben llevar mulas para la carga porque van adelante espantando las serpientes barba amarilla, porque nunca se debe descartar que uno se puede parar sobre una de ellas, como también sucede con las manos de piedra en la Sierra de las Minas. Para ir al Mirador se emplean más de dos días y después hay que ir a Nakbé, que está a un día de camino y luego a La muralla, otro medio día.
¿Cuál otra?
En 1994, cuando la actividad de la guerrilla se había reducido, recorrí el tramo entre Los Encuentros, Sololá y Totonicapán, por la carretera vieja.
Sentía mucha ilusión transitar por donde lo hice de niño, pero no se podía efectuar en vehículo porque había muchas zanjas, entonces debí hacerlo a pie. Dejamos el carro en Los Encuentros y caminamos como 40 kilómetros durante dos días por toda la serranía. El primer día llegamos al paraje Empuxet, Totonicapán, que es un páramo bello y el día siguiente llegamos a Totonicapán. Nos regresamos en camioneta a Los Encuentros, para tomar nuestro vehículo.
Esta caminata la hice varias veces, pero ahora es más difícil, porque hay muchas comunidades y son un tanto hostiles. Por ejemplo en María Tecún, siempre cuestionan por qué uno anda por ahí, piensan que busca minas, por eso los fines de semana saco mi casco de ingeniero del vehículo y lo guardo, para evitar problemas a donde vaya.
¿Y el lugar más bello?
Eso es relativo, es como preguntar quién de las personas que uno encuentra en las calles es la más bonita, cada cosa tiene su propio carácter. Pero si me preguntan cuál es mi volcán favorito respondo: el Acatenango, que está entre los más difíciles de escalar, porque son mil 600 metros de subida, aunque el Santiaguito es más difícil. El Acatenango lo subo desde 1994, cinco veces al año.
¿También ha ascendido algunos del extranjero?
Los nevados Iztaccihuatl y Orizaba en México.
¿Ha sentido temor durante sus travesías?
Casi todo el tiempo.
¿A qué le ha tenido miedo?
De dos clases. El que se siente cuando uno dice ‘esta parte de la ruta está peligrosa por la topografía’. Lo experimenté en el Cerro Quemado, Quetzaltenango, en el 2005, en una chiminea que colapsó, porque uno debía meterse en una cueva y al salir se debía caminar por la orilla de un precipicio. También la primera vez que subí el pico de Orizaba, cuando descendía contemplé el glaciar Jamapa, que es como un gran resbaladero de dos kilómetros, entonces me pregunté ¿qué pasa si me resbalo?
El otro temor es la inquietud de que alguien salte enfrente en la siguiente vuelta; me han asaltado dos veces, una en el Volcán de Pacaya y otra en el cerro Tres Piedras.
¿Y las comunidades?
Un vez fuimos al bosque de Xecachelaj, Totonicapán y subimos el vehículo hasta la meseta y lo estacionamos bajo la sombra de un árbol y nos fuimos a pasear, cuando regresamos el carro estaba rodeado de unas 20 personas, lo primero que hice fue meter mi cámara debajo de un matorral, cuando llegamos nos preguntaron ¿qué andan haciendo?, paseando, es domingo, les respondimos. ¿Cómo paseando, uno lo hace con la familia, pero ustedes son tres hombres? Es difícil que la gente le crea. En esa ocasión tuvimos que hacer una buena labor de convencimiento para que nos dejaran ir.
Esto también nos pasó en el Volcán Siete Orejas. Uno siempre debe llevar un destino definido, porque si dice solo voy a pasear, no le creen. En esa ocasión les dijimos que nos dirigíamos a las Piedras cuaches y cuando llegamos al punto habían dos personas que comprobaron que realmente íbamos a ese lugar.
En oriente ¿qué lugares ha visitado?
Hay varios sitios preciosos, como las cuevas del Volcán Las Víboras, en Atescatempa, Jutiapa, donde hay unos túneles de lava de casi 300 metros. En unos tramos se debe avanzar gateando y abundan los murciélagos. También subí el Suchitán.
¿Cómo elige los lugares?
Por curiosidad, cuando escucho sus nombres durante alguna conversación. Las cuevas del Volcán Las Víboras, por ejemplo, una vez que viajé a El Salvador, uno de los habitantes de la frontera de San Cristóbal lo mencionó y continué mi viaje, pero me quedó la curiosidad y cuando regresé me propuse buscarlo. En estos viajes uno siempre arriesga, porque a veces uno va y no encuentra nada, o no concluye la ruta.
La travesía de Los Encuentros a Totonicapán, por ejemplo, la concretamos después de tres intentos. No siempre se tiene éxito la primera vez.