Revista D

Fernando del Paso: “La documentación sostiene a la imaginación”

Elegantemente vestido como siempre, Fernando del Paso no rehúye ningún tema de conversación. Considera que México “está en una decadencia pronunciada” y confiesa que, después de tres cánceres y varios ataques cerebrales, ya no escribe, y solamente lee la prensa.

Agradece a España su labor en la defensa de la literatura latinoamericana y opina que el castellano “se está enriqueciendo cada vez más”, gracias, sobre todo, a su creciente presencia en Estados Unidos.

En cuanto a la gala de premiación del Cervantes —dotado con 125 mil euros y que se entregará el 23 de abril del 2016— dice estar “temeroso” y un poco “cohibido”, mientras empieza a procesar el que será seguramente el discurso más importante de su vida.

El autor vive con su esposa en una colonia de cuyo nombre, La Calma, refleja la tranquilidad de la luminosa casa de dos pisos y pequeño jardín del matrimonio, que se conoció antes de entrar en la universidad.

Una calma rota estos días por el incesante timbrar del teléfono y la constante llegada de periodistas que son atendidos por su enfermera, Lupita, y una empleada doméstica, la señora María.

Una de las llamadas interrumpe la entrevista. Es la nieta de Del Paso, Ixchel, casada con un irlandés y que les ha dado la que hasta ahora es su única bisnieta. La pareja tuvo cuatro hijos, uno de los cuales falleció “hace siete años más o menos”, explica el escritor, que tiene además cinco nietos.

Nacido en Ciudad de México el 1 de abril de 1935, Del Paso viste un saco de lino de color pistacho, a juego con su corbata, unos elegantes zapatos de dos tonos y lentes de cristal amarillo.

¿Cómo se enteró de que era el ganador del Cervantes?

Me habló mi hija Paulina a las seis de la mañana.

Sé que ha sufrido varios contratiempos fuertes en materia de salud en los últimos años, pero se le ve bien. ¿Cómo se siente?

Estoy en lo que creo es una recuperación de las secuelas que he tenido durante tres años de una serie de ataques al cerebro de carácter isquémico, que es casi lo contrario de un derrame.

He hecho terapia física y lingüística y considero que estoy saliendo de ello. Ahora, esto —el premio— es un empujón fantástico.

¿Sigue gozando de la lectura y la escritura?

No puedo escribir, no puedo coordinar mucho. Lo que leo son los periódicos.

¿Cuándo supo que sería escritor?

Hasta los 20 años en realidad yo quería ser dibujante. Casi todos los cuadros que ve usted colgados aquí son míos. Aprendí a leer en kindergarden, porque tenía muchas ganas de leer las caricaturas dominicales, Pancho y Ramon, El príncipe valiente…

El primer libro que me dieron mis padres fue Las mil y una noches. La edición censurada por supuesto, sin cosas tan divertidas como los incestos, la sodomía y todo eso. Eso me llenó la cabeza de fantasía.

Empecé a leer a los autores que leíamos en aquel entonces. Mucho a Salgari, a Dumas, a Eugenio Sue, Julio Verne, por supuesto. Como también leí El tesoro de la juventud, y lo leí completo, porque me prestaban tomo por tomo. Mi padre no lo podía comprar todo.

Leí la sección de poesía. Escribí un poema para mi madre cuando tenía 10 años. Es largo y muy cursi pero le tengo muchísimo cariño.

El jurado del premio ha justificado el galardón porque considera que en el desarrollo de sus novelas usted ha aunado modernidad y tradición, como hizo Cervantes en su momento.

Cuando me han preguntado de mis influencias he nombrado a Faulkner, a Joyce, a Dos Pasos, a Flauvert, luego me preguntan por qué no has mencionado a los españoles. Porque no son influencias, los llevo en la sangre, les digo.

José Trigo es una novela de ambiciones desmesuradas, porque en ella trató de volcar todo lo que podía dar como escritor debido a que le habían diagnosticado un cáncer con apenas 30 años. ¿Cómo valora la novela ahora?

Se acaba de reeditar. Tiene tantos propósitos que se convirtió un poco en un despropósito.

¿Cuál cree que ha sido su secreto, la receta para rehacerse de tantos problemas de salud y seguir escribiendo y dedicándose al estudio?

No sé. Fumé 60 años, he bebido toda la vida. El único ejercicio que he hecho es de mandíbula. Sí —se corrige—, he hecho un poco de ejercicio.

¿En algún momento le paso por la cabeza escribir sus memorias?

De ninguna manera.

¿Qué faceta de su obra puede trascender más?

La humorística, tal vez.

¿Qué dosis considera que hay de inspiración o de don natural en un escritor y qué dosis de esfuerzo y sacrificio?

No podría dar el porcentaje. Pero diría fifty-fifty por lo pronto, cincuenta y cincuenta. Pero la documentación es la que sostiene a la imaginación.

Se reconoce ateo desde los 12 años. ¿Qué fue lo que le llevó a tomar esa decisión y a defender esa filosofía de vida?

No sé. Primero el regaño inmerecido de un padre, de un sacerdote y, después, la lógica que los Santos Reyes me llevaran mejores regalos a casa de mis padrinos que a mi propia casa.

Decían que con la fe se movían montañas, y un día de Reyes pasé toda la noche hincado hasta que me caí dormido, pidiéndoles una bicicleta que nunca llegó.

Novelista, poeta, dramaturgo, pintor, dibujante, diplomático, periodista… Se considera usted un hombre renacentista?

Parece que tengo algunos rasgos o soy subrenacentista.

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