Uno de los casos más emblemáticos es el del estadounidense Ernest Hemingway (1899-1961) cuya vida y obra están muy relacionadas al alcohol. Ha dado nombre a bares en todo el mundo, creó su propio coctel, el papa doble, a base de ron, y en El Floridita de La Habana, un Hemingway acodado en un extremo de la barra recuerda que allí degustaba daiquirís, mientras que prefería La Bodeguita del Medio para los mojitos.
Hemingway dejó frases históricas: “Un hombre no existe hasta que se emborracha” o “beber es un modo de terminar el día”, y el alcohol está presente en toda su obra, especialmente en Fiesta. Son memorables sus borracheras con Francis Scott Fitzgerald en los clubes clandestinos que la Ley Seca hizo florecer en Nueva York y compartió tertulias empapadas de alcohol con James Joyce, Gertrud Stein y Ford Madox Ford, recuerda el escritor Antonio Jiménez Morato en su libro Mezclados y agitados (Debolsillo). Llegó a beber tres botellas diarias de alcohol y acabó suicidándose.
Truman Capote (1924-1984) fue siempre un devoto de la farra, como demostró en las fiestas que organizaba y en el rodaje de Beat The Devil (La burla del diablo), trufado de borracheras junto a John Huston y Humphrey Bogart, pero su carrera hacia la destrucción comenzó tras escribir A sangre fría. El escritor, que murió de un cáncer de hígado, afirmó que su profesión era “un largo paseo entre copas”.
El padre del famoso detective privado Philip Marlowe, Raymond Chandler (1888-1959), intercalóépocas de ebriedad y abstención. En una ocasión, volvió a la embriaguez para escribir el guión de The Blue Dahlia (La dalia azul), por el que fue nominado a los Óscar, convencido de que no era capaz de crear sobrio.
Quizá los antecedentes fueran establecidos por la generación de la bohemia artística del París decimonónico, a la que perteneció Charles Baudelaire (1821-1867), a quien se considera el precursor de la figura del intelectual. Jiménez Morato lo define como “un precursor en todo lo tocante a la relación que se establece con los estupefacientes y la creación artística”. Estos creadores, contrarios a la burguesía, frecuentaban las tabernas y determinaron que la embriaguez fomentaba la creatividad. Baudelaire escribió en Spleen de París: “Hay que estar siempre ebrio. Eso es todo: la única cuestión”.
Pero la relación entre literatura y alcohol no ha sido siempre tan extrema. Dipsomanías aparte, la bebida y las tabernas han tenido su protagonismo en muchas obras. En casi todas las novelas y en muchos de los cuentos de Mario Vargas Llosa (1936) aparecen bares, hasta el punto de que su libro Conversación en La Catedral toma el nombre de uno de ellos.
Nicolás Guillén le dedicó unos versos al lugar del que “La Habana con razón blasona”, La Bodequita del Medio, cuyas mesas frecuentaron también escritores como Pablo Neruda, Tennessee Williams y Carlos Mastronardi.
La asiduidad con la que algunos escritores visitaban ciertos bares llevó a Forbes a elaborar una lista con los 10 bares literarios más famosos del mundo, aunque se limitó a la literatura anglosajona. Encabezada por la White Horse Tavern de Nueva York que frecuentaban Allen Ginsberg y Jack Kerouac, incluye el Davy Byrnes de Dublín, donde James Joyce escribió algunas páginas de Ulises; el Eagle and Child de Oxford al que acudía con frecuencia J. R. R. Tolkien, o el Long Bar del Hotel Raffles de Singapur, que acogió a Joseph Conrad y Rudyard Kipling.
EFE-Reportajes