“He trabajado durante varios años en ella (Dickinson), pero siempre me ha acompañado porque la admiro desde siempre y es fundamental en mi poesía”, explica el poeta.
Emily Dickinson (1830-1886) nunca salió de su propia habitación, en su casa de la pequeña población de Amherst, en Massachussetts (EE.UU.), desde donde solo veía su jardín, el paraíso que pobló su universo habitado por un profundo conocimiento del alma humana.
“¡Perdida, cuando ya estaba salvada!¡El mundo dejé atrás!/Y me armé para hollar la Eternidad./Cuando cobré el aliento, ¡y en la orilla oí/retirarse mareas decepcionada”, escribió Dickinson.
La escritora fue polifacética. Aprendió desde botánica a matemáticas, religión, griego y latín, una influencia constante en su sintaxis, en opinión de José Luis Rey, quien resalta este aspecto como una dificultad añadida a la traducción.
“La influencia del latín se deja ver en muchos casos, porque no conjuga los verbos, y eso cuesta, como también el uso de algunas palabras en inglés antiguo”, precisa el traductor, al tiempo que asegura que algunos de los poetas a los que más influyó Dickinson fueron Wallace Stevens, Hart Crane o Elizabeth Bishop.
Dickinson en una ocasión escribió en una carta: “¿Mi verso está vivo?”; hoy se puede decir: “Más vivo que nunca”.