Escenario

“El vencedor de la Buga” se ha ido para siempre

*Por su buena pinta y por su cara sonriente, todo el tiempo sonriente, ninguno pensaría que Teodoro pasó hambres antes de llegar a la pista de tartán, donde una vez lo vieron saltar más de dos metros.

Teodoro Palacios Flores, el campeón de ébano nacional en la especialidad del galio de altura. (Foto Prensa Libre: Hemeroteca PL)

Teodoro Palacios Flores, el campeón de ébano nacional en la especialidad del galio de altura. (Foto Prensa Libre: Hemeroteca PL)

Ahora, en el gimnasio no hay multitudes que lo aplaudan. La pista está vacía. En el área de salto alto sólo están Teo y un niño que lo admira. ¡Ah!, y un grillo muy sonoro que saluda a su manera. En este momento, el gran Teo recuerda cuando en salto de altura estableció una nueva marca. Sí, una marca por la que todo el mundo aplaudió a reventar y que hasta hoy nadie en el país ha sobrepasado.

—Pero eso no fue todo, amiguito, un día me di cuenta de que mi vida apenas había logrado algo y me propuse estudiar. Voy a estudiar, me dije. Nunca pensé en que no podía. Los libros, por su parte, me hacían señas. En aquel tiempo me hallaba lejos de Guatemala, en Estados Unidos. Tenía 31 años cuando empecé a estudiar la secundaria en un programa para adultos. Cuando me di cuenta había terminado esta etapa y otras más. Después de todo era maestro en educación bilingüe, listo para dar clases a jóvenes que, por no hablar inglés, los bajan de grado.

Teo añora ese tiempo en que para vivir trabajó de taxista, así como en tiendas y almacenes.

Teodoro Palacios Flores, atleta guatemalteco destacado, realiza el cambio de la Rosa de la Paz, en el Palacio Nacional de la Cultura. (Foto Prensa Libre: Francisco Sánchez)

Ahí lo tienen, tomando de la mano al pequeño. La presencia de éste lo hace rememorar su origen, pues es garífuna y anda descalzo, como cuando Teo iba y venía por las calles de Livingston, antiguamente Labuga, o sea la bocabarra del Río Dulce. Sí, iba y venía de un lado a otro con una caja de lustre o un canasto lleno de pan de coco sobre la cabeza, para ganarse la vida. El menor tiene 7 años y también lustra zapatos.

Teo cierra los ojos para centrarse en su pasado a la sombra del gimnasio al que han puesto su nombre, en letras grandes: “Teodoro Palacios Flores”. ¡Sí, nada menos que su nombre! De pronto, Teo comienza a sentirse viajando por el aire con el niño agarrado de su mano.

Van volando en el tiempo. Desde abajo, el río Motagua les señala el camino a Puerto Barrios, pero ellos van a Livingston. Allí lo tienen, entre cocoteros, palmas y manglares, al otro lado de la bahía de Amatique.

Desde el aire, Teodoro ve el estadio barrioporteño “Roy Fearon” y la tristeza se le cuela en el alma. No es para menos, pues cuando era adolescente, todas las tardes, antes que oscureciera, encaminaba sus pasos hacia esos terrenos. Su idea era ver si el suelo bajo dos árboles no estaba mojado, para pasar la noche.

Muchas veces una mujer llamada Carlota lo llevó a su casa. Lo hacía sentarse en una silla y le daba una toalla para envolverse, mientras ella le lavaba la ropa. A los pocos minutos se oía el chirriar de la plancha al secar la ropa.

Teo y su acompañante bajan por Playa Quehueche y se van caminando hacia el poblado. Allí está la calle principal, siempre animada por los pobladores. No hay otros como ellos. No. Se les reconoce no solo por su morenez, sino por el ritmo en el caminar. Mujeres y hombres, ancianos, niños…, todos se balancean movidos por la música que anida en sus corazones. Cuando los niños sonríen, que lo hacen todo el tiempo, parece que llevaran espuma de mar entre los dientes.

En este mar de boruca, el gran Teo suspira por Calcuta Flores, su madre. Ella murió cuando él tenía 2 años, luego de eso estuvo al cuidado de su abuela y de una tía.

Lo primero que se oye en Livingston es la música.

Y es que el pueblo vive bañándose en brisa de mar y música mientras las horas rumbean y con ellas su gente. Sobre todo bajo el cielo profundo de la noche cuando los ritmos como el Yancunú, el Jungujugu, el Chip Chip y La Shumba estallan como bengalas al compás de tambores, maracas, palmadas y cantos:

barulan barana luba buragei
aragariare barulan barana luba buragei

Se llevó el mar la mitad de tu estómago, balanceándolo
Se llevó el mar la mitad de tu estómago, balanceándolo

Teodoro Palacios Flores (izquierda) al momento de recibir el pabellón nacional del deporte, de manos del director del Instituto Nacional del Deporte, don Enrique García de León. (Foto Prensa Libre: Hemeroteca PL)

De repente, Teodoro señala una calle donde jugaba con su sombra cuando volvía de pescar. O una casa donde lavaba platos para conseguir comida como tapau.

—¿Has comido esa sopa hecha con leche de coco, mariscos y verduras, o daraza, el tamal hecho con banano verde. O un vaso de pulali, como le llaman al atol de coco? —le pregunta Teo a su pequeño amigo.

A Teodoro, hoy todo le parece un sueño o una historia fantástica, como la vez en que el cura del pueblo le prestó una sotana para poder cambiarse, porque en ese tiempo solo tenía una vestimenta.

Pero aquello cambió, en parte, el día en que un uniformado del ejército lo llevó de Puerto Barrios a la ciudad de Guatemala.

En la capital, Teo conoció a mister Brooks.

—Lo recuerdo mucho, porque me hacía limpiar ollas muy grasosas, por un plato de comida—, dice Teodoro.

En la gran ciudad comenzó jugando fútbol, como portero del equipo Aurora. Fue ahí donde por vez primera supo lo que eran los aplausos.

El lustrabotas, el peluquero, el doctor, la secretaria, el vendedor de periódicos, el rico, el pobre, todos los espectadores echándole porras desde los graderíos y gritando a todo pulmón cuando los deja con la boca abierta al detener la pelota en el momento en que amenazaba el arco. Fue allí donde uno de los entrenadores de atletismo, viéndolo saltar, le dijo:

—Aquí todos patean la pelota, pero jamás he visto a un hombre saltar casi dos metros, como tú. Vuelas como los ángeles. Eres alto, fuerte y se ve que te gustan los retos.

A poco de haber comenzado su adiestramiento, Teodoro dio la sorpresa a su entrenador con un salto con el estilo de tijera, y descalzo. ¡Caray! Había saltado casi dos metros. No pasó mucho tiempo sin que hiciera la marca que le permitió estar en un torneo nacional en México. Fue allí donde, por primera vez, Teo subió al podio a recibir una medalla de oro en medio de aplausos resonantes.

En la inauguración de la Galería de Notables en la CDAG, también se homenajeó a Teodoro Palacios Flores. (Foto Prensa Libre: Francisco Sánchez)

Después nadie lo paraba, de modo que tres veces fue campeón Centroamericano y del Caribe de Atletismo.

Vuelto en sí, Teo piensa que si no hubiese vivido cuanto recuerda intensamente, tal vez sería un gran pescador en Livingston. Talvez a esta hora de la tarde estaría recogiendo redes para luego tomar guifiti con amigos, a fin de olvidar quién sabe qué cosas.

“En realidad, no sé, porque mi vida fue un milagro”, piensa. “¡Milagro no!”, recapacita, pues desde el día en que se le abrió el universo en las páginas de un libro, el gran Teodoro descubrió que el salto más grande de su vida no tiene límites.

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*Este cuento fue escrito por Francisco Morales Santos en honor del gran Teodoro Palacios Flores.

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