Justamente el pasado martes, el “11/11”, fue ocasión de recordar el final de ese conflicto que duró más de cuatro años y causó millones de muertes: el así llamado “armisticio” entre Francia y Alemania. Dos días antes, se rememoraba –ahí sí, con el talante de una celebración– la “caída” del Muro de Berlín en 1989, hace 25 años (aunque su demolición no se completó sino hasta tres años después).
Ese evento fue una de las tantas consecuencias de otra conflagración, la II Guerra Mundial, en la que se vieron directamente involucrados otros países que no eran solamente europeos, y desembocó en dos de las mayores tragedias de la humanidad: el Holocausto y el bombardeo de Hiroshima y Nagasaki.
Para Guatemala, estos hechos pueden parecer remotos e irrelevantes. Para los artistas chapines, en especial, pareciera que no hay conexión.
Para los jóvenes que hacen música en nuestro medio, existen demasiados temas que pueden llamar su atención, en tanto se constituyan en espejos de la sociedad que somos. Asustadizo, conservador, apagado, con la postiza soberbia de los pequeños, este espíritu guatemalteco se refleja en la mayoría de las propuestas que ocupan a los artistas locales, que se pierden en el relato de una cotidianidad nada particular, nada especial.
Es ya un clásico de generaciones recientes: “ya no me sigan hablando del conflicto armado interno”, ¿qué tengo que ver con eso?”
No cometamos ese error. No nos evadamos del pasado que nos habla de nuestro futuro. La música es un instrumento para aprehenderlo, descifrarlo y, ante todo, evitar que se repita.
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