El pasado agosto la editorial Alfaguara informó de que el escritor y académico Javier Marías (Madrid, 1951) padecía una afección pulmonar “de la que estaba en proceso de recuperación”.
“Descanse en paz. Su obra le mantendrá vivo en nuestro recuerdo”, escribió en Twitter el ministro de Cultura de España, Miquel Iceta.
Habitual en las listas de candidatos al Premio Nobel de Literatura cada año, está considerado uno de los mejores novelistas de las últimas décadas en español, además ensayista y autor de cuentos.
Durante cinco décadas de trayectoria profesional recibió numerosos premios en España, otros países de Europa o el José Donoso de 2008 por el conjunto de su obra concedido por la Universidad de Talca en Chile.
Javier Marías era autor de quince novelas, entre ellas, El hombre sentimental (Premio Ennio Flaiano), Todas las almas (Premio Ciudad de Barcelona), o Corazón tan blanco (Premio de la Crítica, IMPAC Dublin Literary Award, Prix l’Oeil et la Lettre).
Otras de sus novelas son Mañana en la batalla piensa en mí (Premio Rómulo Gallegos, Prix Femina Etranger, Premio Mondello, Premio Fastenrath), Berta Isla (Premio de la Crítica, Premio Dulce Chacón, Mejor Libro del Año en Babelia, en Corriere della Sera y en Público de Portugal) y Tomás Nevison, su último libro, publicado en marzo.
El pasado diciembre fue elegido miembro internacional de la Royal Society of Literature, la organización benéfica del Reino Unido para la promoción de la literatura, una lista que incluye, entre otros escritores, a David Grossman, Annie Ernaux, Amin Maalouf y Olga Tokarczuk.
Sus obras se han publicado en cuarenta y seis lenguas y en cincuenta y nueve países, con casi nueve millones de ejemplares vendidos.
Su último libro, ¿Será buena persona el cocinero?, llegó a las librerías en febrero pasado. Se trata de una recopilación de las columnas que había publicado entre 2019 y 2021 en El País Semanal, donde llevaba casi dos décadas ocupando la última página. Más de 900 domingos, le gustaba recordar, entre puntilloso y resignado, por “no haber convencido nunca a nadie de nada”. Durante años fue el último colaborador regular que enviaba a la redacción sus artículos por fax. Su única concesión tecnológica fue pasar a enviarlos por WhatsApp después de fotografiar los folios que salían de una Olimpia Carrera Deluxe a la que, con ironía, vinculaba el destino de su obra: el día que fallara la máquina de escribir, lo dejaría.
“Si me consideran, me alegro, lo agradezco, pero si no me consideran, no me importa”, declaró en mayo, en una de las últimas entrevistas que concedió. “En mi caso todo lo que tenía que pasar, ya ha pasado en gran medida. No me puedo quejar, he tenido mucha suerte”. Era consciente de que sus libros están en la historia de la literatura y, a la vez, en miles de bibliotecas y en el imaginario de infinidad de lectores. Pese a todo, decía no preocuparle el destino de sus novelas: “La posteridad es un concepto del pasado, valga la contradicción aparente. Hoy en día no tiene el menor sentido. Todo se queda viejo a una velocidad excesiva. Cuántos autores, en cuanto mueren, pasan a un olvido inmediato”. Vista la conmoción que ha producido la noticia de su muerte (hasta el Real Madrid expresó sus condolencias), no es aventurado decir que no será su caso.
Gran aficionado al fútbol y al cine, fue un columnista polémico y un novelista respetado por sus pares y reverenciado por los lectores. Le gustaba firmar en la Feria del libro de Madrid. Una vez abiertas las puertas de su estudio, su atención no distinguía entre ilustres y meritorios, redactores, fotógrafos o becarios.
Sometido a una dolorosa operación de espalda poco antes de la pandemia, pasó sus últimos años recluido entre su casa de la plaza de la Villa de Madrid, atiborrada de libros, películas y soldaditos de plomo, y la de su esposa, Carme López Mercader, en Sant Cugat (Barcelona). Allí tenía como vecino al cervantista Francisco Rico, fumador empedernido como él, personaje “real” en algunos de sus relatos y encargado de responder al discurso con el que ingresó en la RAE en 2008: Sobre la dificultad de contar. La novela que tenía en mente no pasó de las primeras líneas. Al cansancio de haber escrito cuatro en la última década, se le sumó la afección pulmonar que lo llevó al coma y, finalmente, a la muerte. El día 20 habría cumplido 71 años.
Tradujo además a importantes autores anglosajones como Thomas Hardy, Joseph Conrad, Laurence Sterne, Yeats, Robert L. Stevenson y Thomas Browne.
En los últimos tiempos fueron escasas sus apariciones públicas y entrevistas, aunque seguía publicando libros y artículos periodísticos.