Escenario

Navidad en Belén

El 23 de diciembre de 1889 tomamos el camino de la ciudad de David. El Patriarca Latino Monseñor Luis Piavi me invitaba a celebrar en Jerusalén la solemne misa del día 25, pero me excusé atentamente apremiado del deseo de decir misa ese día santísimo en los lugares mismos donde se efectuaron los misterios del nacimiento y manifestación del Mesías.

Habíamos emprendido el viaje en la estación menos apacible del año y dispuesto el itinerario subordinando toda conveniencia al objeto principal de estar en Belén en los días de Navidad o pascua del Niño, como dicen en España y países de habla española —sin poder yo atinar por qué se da el mismo nombre de Pascua a misterios tan diversos como el nacimiento y la resurrección de Jesucristo—: así que no pude resignarme a sacrificar uno de los mayores atractivos que me habían inducido a la peregrinación de Tierra Santa.

Salimos, pues, con claro cielo ey, pasando bajo las almenadas torres de la puerta de Jafa, dejamos a la izquierda el Valle del Cedrón o de Josafat. Como a un cuarto de legua hay cerca del camino una fuente que llaman de los Magos, donde se cree que volvieron a ver la estrella que se les ocultó en Jerusalén, y poco más lejos y en una altura el convento de Elías (no el profeta, sino un metropolitano que lo edificó), lugar bien escogido por cierto en razón de la hermosa vista de que allí se goza; al norte la imponente mole de Jerusalén, a la que hacen fondo las cerúleas lontananzas de los montes de Jericó, y al sudeste, todavía lejos, Belén, separada de nosotros por el valle de los Algarrobos.

Moderamos el anhelo de llegar, porque el dragomán (intérprete) había dispuesto que aprovecháramos el día visitando antes el acueducto y los estanques de Salomón, a los que se llega por un breve rodeo, dejando el camino a poca distancia de la tumba de Raquel.

Al caer la tarde

Llegamos a Belén, ciudad de cinco o seis mil habitantes, casi todos ellos católicos, graciosamente asentada sobre dos colinas en que se esparce un caserío como el de las más poblaciones orientales, que en lugar de tejados tienen por techos muchas cupulitas y azoteas innumerables. Nótase bien aprovechado el terreno y cultivados sus campos y laderas en forma de arriates, como vi después en algunos lugares de Cataluña. Mucho menor que Jerusalén, pero con más amenidad, se le asemeja bastante en el conjunto.

Temprano del día 24 nos echamos a la calle. Al pasar frente a una huerta vimos en ella una torre como aquella de que habla el Señor en el Evangelio: fuera de la ciudad está, entre unos olivos, la Gruta de los Pastores, donde se dice estaban ellos guardando sus ganados cuando el ángel les anunció la buena nueva; y más lejos unas pocas ruinas en torno de un ábside abierto en la peña, restos de una capilla que existió en el solar de una casa de San José, según tradición de la Edad Media.

El lugar exacto

La Basílica de la Natividad es digna de conocerse aun solo por su majestuosa y sencilla hermosura. Consta de cinco naves formadas por cuarenta y ocho columnas de una pieza y de seis metros de alto, de cierta piedra encarnadina con venas blancas; el techo es plano y de madera, y todo el interior está algún tanto afeado por construcciones de los griegos cismáticos.

Vese en el presbiterio una de las escaleras por donde se baja a la cripta, que es la gruta misma del Nacimiento, en parte natural y en parte cavada en la roca; era probablemente, a decir del erudito franciscano fray Livino de Hamme, un mesón público (stabulum) donde se acogían hombres y animales, cosa parecida a una caravanera o jan, como por allá se dice.

Al salir dimos en un gentío que corría a ver la entrada del Patriarca de Jerusalén, que al día siguiente debía celebrar de pontifical en la Basílica. Multitud de peregrinos vestidos de varios colores se apiñaban en calles, ventanas y azoteas: precedían los maceros con sus mazas de plata, iban después seminaristas con fajas encarnadas, clero secular y regular, altas dignidades del patriarcado con las profusas barbas sobre mucetas de armiño, y alguna tropa que cerraba la comitiva.

Nace jesús

A la medianoche canta la misa el padre Custodio de Tierra Santa. Terminado el sacrificio, el celebrante, con mitra, toma la imagen del Niño y la lleva procesionalmente a la Gruta de la Natividad, al canto del himno “Jesús, Redentor del mundo” (Iesu, Redemptor omnium); en llegando pone la efigie sobre la estrella de plata de catorce rayos y dos tercias de diámetro incrustada en la losa de mármol que cubre el lugar mismo del maravilloso alumbramiento. Cántase de nuevo el evangelio; dichas las palabras y envolviéndolo en pañales, el diácono envuelve en lienzos la imagen; prosigue el canto, y al decir “le recostó en un pesebre”, va a colocarla en el mármol que reemplaza el de tablas que fue llevado a Roma; y cuando al fin del evangelio se refiere que los ángeles cantaron: “Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”, resuena en el coro esa aspiración seráfica que la Iglesia continuó y forma hoy el más bello de los himnos. Acabado, regresa la procesión cantando el Te Deum.

A hora competente satisfice mi deseo antiguo, celebrando en distintos altares de ese recinto venerabilísimo las tres misas con que la cristiandad celebra los tres nacimientos del Hombre-Dios: la eterna generación del Verbo divino en la mente del Padre, su nacimiento (ya humanado) del seno virginal de María, y su místico nacimiento en las almas por la fe y por el amor.

¡Inefables misterios santificaron ese pobre lugar! La unión del Eterno y la humanidad en una persona para salvar la humanidad; la manifestación de este portento a los hombres de la nación que Dios escogiera como suya; el llamamiento a todos los pueblos de la tierra a participar de los bienes y promesas de aquella primera alianza, formándose la segunda, más perfecta, en las personas de aquellos sabios extranjeros que allí también adoraron al Deseado: si no fueron reyes, fueron sin duda ilustres potentados en quienes brillaban autoridad, sabiduría y virtud, tres grandes poderes en la tierra: los magos fueron dignas primicias representativas del universo cristiano.

De vuelta a Jerusalén el mismo día, vimos otra vez de paso y luego visitamos de propósito los tristes olivos y desmoronados sepulcros del Valle de Josafat, donde dicen que será el juicio universal, pero la Biblia no lo dice.

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