En 2015, Netflix empezó a experimentar con largometrajes originales. Buscaba, por un lado, mantener ese mismo espíritu rompedor que con sus series, y así ampliar su catálogo y fidelizar a sus suscriptores. Por otro lado, quería verse legitimada por la industria a través de estrenos en salas y presencia en los principales festivales internacionales de cine. No fue fácil.
Tensiones con el ‘status quo’
Surgieron importantes tensiones con exhibidores cinematográficos y festivales por su política de lanzamientos simultáneos en cines y plataforma. Los analistas debatían hasta qué punto Netflix podía dinamitar las estrategias tradicionales establecidas de estrenos de cine, basadas en la existencia de un margen temporal entre el estreno en salas y en formatos domésticos (lo que llaman ventanas), para así asegurar un tiempo de exclusividad.
Se puede decir que, aunque de distintas maneras y con no pocos obstáculos y fracasos, Netflix sembró unas semillas que han acabado germinado en tiempos de pandemia.
Servicio, no producto
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Para entender este proceso, debemos tener en cuenta que Netflix es una marca que quiere rehuir de etiquetas. Dicho de otra manera, como indica el experto Timonthy Havens, Netflix no es realmente una ‘marca de producto’, sino una ‘marca de servicio’. Netflix aspira a que cada espectador lo perciba como algo distinto, próximo, en función de sus gustos (fan del anime, del cine fantástico, del thriller, de los documentales, etc.) y factores sociodemográficos. Con la ayuda, claro, de su sofisticado algoritmo de recomendaciones.
Lo mismo se aplica a factores como el territorio o el idioma. Y, probablemente, es aquí donde la estrategia de Netflix se diferencia más claramente de otras plataformas, que tienden a priorizar contenido de carácter global, con apuestas puntuales por contenido local. Netflix aspira a ser también algo distinto y próximo para las empresas productoras locales. La compañía suele [desembarcar] en un territorio estratégico observando con atención hábitos de consumo, pero también su sector audiovisual, y así establecer relaciones con el mismo.
Esta cualidad fluida de Netflix facilita lo que denominamos una colaboración capilar con productoras locales, en muchas ocasiones –no siempre– pequeñas o medianas. Se trata de películas de costes en general reducidos y que permiten a las productoras asegurarse una financiación o, si la producción está acabada, reducir riesgos derivados de los costes de promoción y distribución internacional.
Ejemplos españoles
Así nos lo comentaba por ejemplo David Matamoros (Mr. Miyagi Films), productor de El Hoyo, un film presentado en festivales como Sitges en 2019 y adquirido por Netflix como original para su estreno en la plataforma en 2020. Se convirtió en un éxito global en plena pandemia. Otros notables casos recientes son Orígenes secretos, de David Galán y Bajo Cero, de Lluís Quílez, ambas fruto de la asociación de pequeñas productoras con RTVE o Xtremo, de Daniel Benmayor, primera película de la productora Showrunner Films.
Películas locales, éxitos internacionales
¿Se trata de una estrategia sostenible? Por lo que hemos visto y si nos fijamos también en series de origen local pero ambición e impacto global tipo Dark, The Rain, Élite, Kingdom o Unorthodox, parece que sí. De entrada son relevantes para los suscriptores de un territorio concreto, que hacen suyo “ese” Netflix. A la vez son fenómenos internacionales, lo que incrementa catálogo y crea marca global basada en la exclusividad y la variedad y son ejemplos inspiradores para productores locales y talentos emergentes, que ven a Netflix como un posible socio.
De todas formas, con un catálogo tan grande, es difícil tener una visión global. Y hay que tener en cuenta que Netflix, que no olvidemos se queda con los derechos, es como una caja negra: proporciona muy pocos datos sobre consumo de su contenido y toma decisiones de futuro muy opacas basadas en sus propias proyecciones económicas. Incluso los productores suelen ir bastante a ciegas sobre cómo están funcionando sus productos.
¿Existe el ‘estilo Netflix’?
Lo que sí parece ser claro es que Netflix, en su determinación por evitar etiquetas fijas, busca asegurar una fuerte presencia en su catálogo de producciones comerciales, con conceptos claros y vendibles. Por eso hay quien considera que existe una especie de estilo Netflix, a base de talentos y fórmulas conocidas y fáciles de vender, por ejemplo a través de géneros populares como la comedia, la acción, el terror o la ciencia-ficción.
Pero a la vez fomenta otro tipo de producciones de origen independiente, diferentes, de bajo presupuesto y a menudo compradas en festivales. Y le podemos añadir un tercer tipo: producciones ambiciosas, más arriesgadas, que se apoyan en nombres de prestigio que pueden obtener premios. Es el caso de películas como Roma, de Alfonso Cuarón, El irlandés de Martin Scorsese, Okja de Bong Joon-ho, Da 5 Bloods de Spike Lee, El juicio de los 7 de chicago, de Aaron Sorkin o Mank, del propio Fincher.
Todas estas estrategias juntas crean una red realmente extensa y compleja. Una red que se adapta a lo que percibimos por partes, como en aquel cuento tradicional hindú en el que un grupo de personas ciegas tocan partes distintas del cuerpo de un elefante, llegando a conclusiones dispares sobre de qué animal se trata.
Antoni Roig Telo, Profesor agregado de Comunicación audiovisual en la Universitat Oberta de Catalunya, UOC – Universitat Oberta de Catalunya
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.