Fútbol Internacional

La otra cara de la vida del argentino Diego Maradona

Ángel para unos, demonio para otros, la vida de Diego Armando Maradona no deja a nadie indiferente. Futbolista excepcional, fuera del campo mostró a veces su lado más oscuro.

La pelota, un amasijo ya medio deforme, casi deshecha debido a la cantidad de golpes que había recibido, se la había regalado su tío Cirilo. Y con esa bola deshilachada, un niño llamado Diego Maradona había aprendido a regatear pedruscos y guijarros, a controlar mágicos planetas, a abandonar por unas horas su mísera vida en Villa Fiorito… para ser el dueño de su mundo.

Un universo redondo, como una pelota, un mundo que él pensaba dominar. La noche lo atrapó una tarde en la que volvía a dominar en los potreros bonaerenses. Perdido, fue a caer a un pozo lleno de excrementos. Aterrorizado, empezó a gritar, hasta que alguien acudió a casa de su tío Cirilo, que vivía cerca del sitio.

Cuando este llegó al lugar, y mientras trazaba un rápido plan para salvar a aquel muchacho flacucho, lo espetó: “¡Dieguito, la cabeza sobre la mierda. Ahora te sacamos!”. Instantes después, su tío lo sacaba de ese agujero negro y se lo entregaba a su madre para que lo lavase y lo cambiase de ropa. Ese día, Diego Maradona conoció el que sería su plan de vida el resto de sus días: supervivencia en la adversidad… pero con una pelota en sus pies todo sería distinto.

Tras despuntar en el Cebollitas pasó al Argentinos Juniors y de ahí a… Boca Juniors, porque la AFA no le permitió salir hasta dos años después, en 1982, obra y gracia de César Luis Menotti, que entregó una lista de jugadores intransferibles al extranjero hasta que no se hubiese disputado el Mundial de España 1982. Argentina era la vigente campeona del torneo y debía acudir con sus mejores hombres al Campeonato español. Cuando llegó el momento, no sabía lo que le esperaba. Lo que él pensaba que iban a ser días de gloria y felicidad pronto se tornaron en hostilidades.

 

Días históricos

Tras convertirse en una sensación mundial, llegó su primer gran salto: fichar por el Barcelona. Palabras mayores. Pisó el estadio días antes de comenzar el Mundial de España, pero lo que debía ser una fiesta, pronto se tornó en conflicto. Un durísimo marcaje a cargo del italiano Gentile le iba a enseñar la marrullería en el deporte: Gentile lo agarraba, lo derribaba, lo agredía… todo con la permisividad del colegiado rumano Rainea. Hasta 20 faltas le hizo sin que fuese expulsado. Diego empezó a cambiar de mentalidad, de idea. Nadie lo doblegaría… nunca más…

Su primer gran choque en el Barcelona fue con su entrenador, el alemán Udo Lattek. Se iba a disputar la segunda jornada de la Liga 1982-83, y era el primer partido del conjunto azulgrana en su estadio. Tras haber perdido ante el Valencia en la jornada inaugural, se esperaba la visita del Valladolid como agua de mayo para ahogar las primeras penas de la campaña. La mañana del encuentro, el técnico señaló que toda la plantilla daría un paseo para relajar músculos. Diego dijo que él no iba a ninguna parte y se quedó en su habitación. No contento con esa respuesta, Lattek se presentó en la habitación del Diez y lo instó a prepararse para la pertinente vuelta. “Yo no paseo”, escuchó antes de que la puerta se cerrase.

El segundo aldabonazo fue en París. Hasta la Ciudad de la Luz se trasladó el Barcelona para disputar un encuentro amistoso ante el PSG. Aquella noche, los aficionados parisinos vieron un triunfo espléndido de los azulgranas. Vencieron (4-1) dando toda una lección de juego. Pero tras el partido… ardió París. Maradona reunió a un grupo de compañeros y se dedicó a recorrer las mejores discotecas y tugurios locales. No faltaron cabarés y locales de estriptis.

Un nutrido grupo de paparazzi hizo su agosto vendiendo días después las fotos de la juerga de los jugadores del Barsa. Captaron todos y cada uno de los movimientos de aquella noche. Tras aquello, el Barsa se midió al Celta en el Camp Nou.

Todo pareció volver a la normalidad tras derrotar al Real Madrid de Di Stéfano en el mismísimo Santiago Bernabéu. Pero se avecinaba un golpe demoledor: un médico del Barcelona, al que acudía para ser tratado de un esguince de rodilla, le vio algo raro y lo mando a hacerse unos análisis médicos. Los resultados fueron crueles: hepatitis. Diego tendría que parar tres meses; 12 semanas sin jugar, aislado.

 

La mala vida

Fue entonces cuando comenzaron los rumores de la vida dispersa que rodeaba a Maradona y a su séquito en la Ciudad Condal: fiestas hasta altas horas de la madrugada en su casa de Pedralbes, alcohol, drogas, mala vida para un deportista… La clase alta de la ciudad mediterránea no le perdonaba ni una. Esa burguesía que se había sentido ridiculizada en los mismos sitios donde antes de la llegada del Pelusa eran tratados como personajes de alta alcurnia. Ese desprecio que Maradona vivió lo llevó en su interior…

Cuando Diego regresó se encontró con una grata sorpresa. Udo Lattek había sido reemplazado por su compatriota César Luis Menotti, que, aunque no pudo ganar la Liga, venció al Real Madrid en la final de la Copa del Rey y en la Copa de la Liga. La temporada siguiente, Maradona partía de cero, pero con la idea de conquistar su primera Liga en Europa. Pero apenas tuvo tiempo de participar. En septiembre, ante el Athletic de Bilbao, una escalofriante entrada de Andoni Goikoetxea fracturó su tobillo. Maradona no volvería a los terrenos de juego hasta enero de 1984, con la idea de ganar la Liga. Sería una derrota ante el Real Madrid cuando se desatarían todas las hostilidades con Josep Lluis Núñez, el presidente azulgrana.

Este acusó al argentino de ser una de las razones de que el Barcelona no hubiese ganado el torneo liguero. Tan solo le quedaba un clavo ardiendo: la final de la Copa de España ante el Athletic de Bilbao. Lo cierto es que no hubo partido y sí una batalla a lo largo de los 90 minutos de encuentro. Un solitario tanto de Endika desniveló la final… Hasta que Maradona, fuera de sí, arremetió contra Sola al término del encuentro. Le soltó un puñetazo desatándose el infierno: puños por doquier, patadas voladoras, agresiones entre unos y otros… Y todo bajo la mirada del Rey de España y de la directiva del conjunto azulgrana. Maradona sería sancionado con tres meses de suspensión. Ya había tomado su propia decisión: se iba.

Verano de 1984. “Hágase a la idea. Aquí no vuelvo a jugar. Si me hacen quedarme, un día me lesionaré, y cuando me vaya a recuperar, recaeré”. Más o menos es la frase que escuchó Joan Gaspart en su último intento por convencer a Maradona para que continuase enrolado en la disciplina azulgrana. Era el gran golpe de un equipo del sur de Italia, el Nápoles, ante los todopoderosos equipos del norte: el Milán, el Inter, la Juventus, que se podía traducir perfectamente como un acto de rebeldía o de afirmación. Así, el 5 de julio de ese mismo año, un abarrotado estadio San Paolo de la ciudad transalpina esperaba la llegada divina de Maradona. Y sí, fue divina. Pasado el mediodía, un murmullo empezó a recorrer las gradas del estadio: el túnel de vestuarios se empezó a llenar de gente, hasta que de repente emergió la figura de Diego ante una tremenda explosión de júbilo de los cerca de 70 mil tifosi que llenaban el coliseo napolitano, previo paso por taquilla.

Cada uno había tenido que pagar unas 10 mil liras, algunos incluso triplicaron esa cantidad en una reventa controlada por la camorra. ¡Maradona, era Maradona! Horas antes, en el yate del presidente napolitano, Diego había recibido la bienvenida a la manera italiana de Corrado Ferlaino: sendos besos, uno por mejilla. Acto seguido, se fundieron en un sentido abrazo para montarse en un helicóptero. Comenzaba su aventura en el Nápoles.

Todo marchaba según lo previsto: alegría, felicidad, todo el mundo estaba contento, pero bastó un simple detalle para que Diego y su entorno se diesen cuenta de dónde habían caído… y todo por una pregunta. El autor, un periodista francés, Alain Chaillou, que espetó: “¿Usted sabe que parte de su fichaje ha sido pagado con dinero procedente de la camorra?”. Ferlaino, enfurecido, le respondió bruscamente: “¡Su pregunta nos ofende. Nápoles es una ciudad honesta y sus habitantes también. Le exijo una disculpa por ofender así a un pueblo entero. Y le pido que se marche!”.

 

Aventura en Nápoles

Los primeros días, de adaptación, se convirtieron en días de fiesta: trabajo por la mañana y diversión por la tarde… y noche. Cada día había un restaurante nuevo al que acudir, un bar o una discoteca por la noche. Claro, era Maradona, el nuevo santo de Nápoles, así que lo mejor de lo mejor estaba reservado para él. Eso sí, siempre rodeado de las chicas más bellas de la ciudad. Jorge Cyszterpiler, además, le había sacado otro extra a Ferlaino: los gastos del mejor hotel, el Royal, de la ciudad para Maradona y todo su entorno. Cuando llegaron las primeras facturas hoteleras, Ferlaino llamó a Cyszterpiler para que acudiese a las oficinas del club: “Esto es intolerable. Si quieren que esto siga adelante, Diego tiene que estar en condiciones de jueves a domingo. Si no, se anula el contrato”, le soltó. Y Diego cumplió su parte.

El primer partido de la temporada 1984-85 emparejó al Verona —que ese año acabaría ganando el Scudetto— con el Nápoles en su estadio, el Camilo Bentegodi. El encuentro se disputaría el 16 de septiembre en la ciudad veronesa, la tierra de Romeo y Julieta. Pero lo que encontró Maradona no fue amor precisamente. Nada más entrar al campo, una gigantesca pancarta: “LAVATEVI” (Lavaos). De nuevo, el desprecio del norte al sur, pero para los seguidores napolitanos, su orgullo pronto iba a ser restituido por Maradona.

Sin embargo, ese día, el Verona ganó 3-1, y Diego conoció de primera mano el odio visceral que recorría las regiones del norte frente a sus homólogas del sur: los defensas veroneses se turnaban para golpearle una y otra vez, sin piedad, sin misericordia. Llegado a Nápoles, se duchó y se disponía a irse a dormir, pero una llamada le sacó de su estado: “Diego, hay que bajar al hall. Hay una persona que quiere conocerte”, escuchó a través del auricular. “No, no puedo. Hoy no. Discúlpame. Dile que otro día quedamos para comer o para cenar”, respondió.

La temporada futbolística del Nápoles no discurría placenteramente. Cuando la cosa estaba a punto de explotar, por diciembre, Ferlaino obligó a jugadores y cuerpo técnico, comandado por Rino Marchesi, a hacer un ritiro (una especie de minipretemporada). Ferlaino esperaba que todos analizasen en voz alta los pros y las contras de todo aquello que rodeaba al equipo. Pero lo que parecía iba a ser negativo, fue justamente lo contrario. Con el ambiente en el equipo a punto de estallar, Maradona se marchó a Buenos Aires para pasar las vacaciones navideñas en familia.

Allí, y con la presencia tranquilizadora de su novia, Claudia Villafañe, apareció otro Diego. Al regreso de las vacaciones, Maradona, mejor dicho, el Nápoles de Maradona solo perdió dos partidos de Liga y acabó en octava posición. Coincide esa racha con dos detalles particulares: el primero, el cambio de residencia. Dejaba el hotel Royal y un romance con Heather Parisi, una bailarina americana que triunfaba en la televisión italiana.

El dinero iba y venía

La primavera napolitana le sentaba bien. La llegada del calor, las continuas fiestas nocturnas, unidos a los buenos resultados del equipo le elevaron el espíritu. Pero no a su amigo y representante, Jorge Cyszterpiler, que veía cómo el dinero iba y venía en cantidades industriales, y el gran perturbador y turbio asunto: el dinero que se movía en torno a su figura, y al que nunca podría tener acceso.

Ni siquiera acercarse a escasos centímetros. Era dinero de la camorra, la mafia local. El mismo Cyszterpiler se dio de bruces con dos ejemplos con apenas días de diferencia. El primer caso se produjo antes de que Maradona firmase por el conjunto napolitano. Llegado al aeropuerto partenopeo, se fijó que un chico vendía unos casetes de música cuya portada lucía la figura de Maradona con la camiseta azul napolitana.

Sorprendido, se acercó al muchacho y le preguntó: “¿De dónde has sacado eso? Y si finalmente Diego no viene, ¿qué vas a hacer?”. El chico respondió: “No pasa nada. He vendido 2 mil en apenas tres días”. El segundo caso llegó en los primeros días de Maradona en Nápoles. Cyszterpiler acudió a cenar cerca del puerto junto con el periodista y dirigente napolitano Paolo Pauletti. Cuando ambos salieron del restaurante, un zagal se les acercó vendiendo cigarrillos Maradona. “¿Cómo vendes esa marca como cigarrillos Maradona?”. “¡Porque así se venden mejor!”, replicó el joven. Una vez solos, Pauletti le explicó la realidad: eran los negocios de la camorra. El clan Giuliani.

 

No sería hasta comienzos de 1986, cuando el clan decidió dar el siguiente paso. Si en septiembre de 1984 Diego, tras su primer partido en el Calcio, saldado con derrota ante el Verona, dos miembros emisarios del clan llevaron una carta donde se le invitaba a una fiesta que uno de los jefes del clan, Carmine Giuliani, iba a dar en su mansión.

Comenzaba su descenso a los infiernos. Aquella noche, la fiesta fue todo un derroche de lujo por parte de los miembros del clan: no faltaba de nada, y si faltaba, bastaba un simple gesto para fuese repuesto de manera inmediata. Y para dar muestra de su potencial, varios fotógrafos repartidos por la mansión, con la misión de sacar instantáneas de los miembros del clan con Diego: era la representación más clara del poder.

Uno de sus primeros negocios con la camorra fue la compra de una flotilla de coches. Debido a su carácter extravagante, Maradona se encaprichó de un Ferrari Testarossa negro, similar al que lucía su actor favorito, Sylvester Stallone. Era un modelo único, perteneciente a una serie limitada. Su carácter caprichoso lo llevó a exigir que se lo comprasen. El problema vino cuando supo que tardarían casi cinco meses en conseguirle uno. Montó en cólera, organizando una bronca descomunal.

Cyszterpiler tuvo entonces una ocurrencia genial. Habló con el mismísimo Agnelli, proponiéndole un trato publicitario: ¡Qué mejor que el mejor jugador del momento con el mejor auto del momento! No había mejor anuncio para todo el mundo. Dicho y hecho. Maradona tuvo su coche en apenas tres semanas. Así que Diego se vio abocado a comprarse una flotilla de coches, e incluso un yate.

Si en Barcelona se consideraba un apestado, en Nápoles se sentía como en casa, hasta que conoció a Cristina Sinagra, una joven y guapa napolitana que representaba todo lo contrario a él. Pero los problemas rápidamente aparecieron. Doña Tota, la madre del astro, no quería que su hijo se “distrajese” e hizo todo lo posible por sabotear dicha relación. El problema se radicalizó cuando Cristina se quedó embarazada y, ante las presiones del entorno, tanto empresarial como familiar de Diego, decidió tener a su hijo.

Enfrenta demanda

El clan maradonil la apartó de su lado y la dejó sola, abandonada, y en una ciudad en donde uno de sus dichos más populares es I figli so i figli —Los hijos son los hijos—. Esa decisión fue como clavar un cuchillo a tus seres queridos. Algo comenzó a romperse entre los napolitanos y Diego. Cristina no se arredró e inició una demanda para que Maradona reconociera la paternidad de su hijo, también Diego.

Tras años de lucha, el 6 de mayo de 1992, después de que Maradona se negara en tres oportunidades a hacerse la prueba de ADN, la jueza María Lidia de Luca confirmó la paternidad, autorizando a Sinagra a usar el apellido y ordenando al jugador argentino a pasarle una mensualidad de unos €3 mil de la época.

Durante el Mundial de 1990, celebrado en Italia, se las apañaba para salir a escondidas de la concentración argentina en Trigoria. En esas salidas, a veces con permisividad de Bilardo, Maradona se dedicaba a cenar por segunda vez y divertirse en bares y discotecas. Maradona llevaría al Nápoles a ganar dos scudetti (1986-87 y 1989-90), una Coppa (1986-87), una Supercoppa (1990) y una Copa de la UEFA (1988-89). Todo marchaba bien. Maradona estaba contento; la afición, más todavía. Pero Ferlaino no. Ferlaino se veía superado por todo lo que rodeaba a Maradona.

Cyszterpiler había roto relación con Diego y el peligro llegó de manera sucinta. En marzo de 1991, en un encuentro que el Nápoles tenía que jugar ante el Bari, Diego fue seleccionado para pasar un control antidopaje. Todo el mundo sabía que Maradona no hacía ni menos de 48 horas que había estado de fiesta, bebiendo y esnifando cocaína.

Para él eso no suponía ningún peligro: desde que había llegado a la ciudad partenopea, un nutrido grupo de amigos le ayudaban a superar esos controles. ¿Cómo? Cambiando los tubos de la orina por otros que estaban completamente sanos; otros amigos napolitanos que trabajaban en la Federación italiana modificaban los nombres de los jugadores que debían someterse al pertinente análisis para que no apareciera el de Diego… Pero algo había cambiado.

Aquel reconocimiento hizo saltar todo por los aires: su orina mostraba trazas de cocaína. Las autoridades italianas se le lanzaron a la yugular. Diego se marchó a hurtadillas de una ciudad que se colapsó a su llegada en 1984. De repente, las ventanas se abrieron para escupir todas y cada una de sus fechorías. De pronto, prostitutas napolitanas explicaban con pelos y señales sus fiestas con el argentino. Apenas tres semanas después, un operativo policial allanó el departamento que Maradona tenía en el barrio de Caballito, en Buenos Aires.

 

Detención

El jugador se encontraba con dos amigos y fueron halladas drogas en su poder, por lo que fue detenido por la Policía. Un día después, tras el pago de una fianza de €20 mil al cambio, fue liberado. Si bien no se le inició un proceso penal, le ordenaron someterse a un tratamiento de rehabilitación. La Justicia italiana lo condenó, en septiembre de 1991, a 14 meses de prisión en suspenso por tenencia de estupefacientes. Su idilio con Italia estaba roto.

Habría que inventarse otro edén. Y ese edén apareció en la figura de un club español, el Sevilla, que de la mano de Luis Cuervas quería ser el centro del mundo. Transcurría el año 1992, Barcelona celebraba los Juegos Olímpicos y la ciudad andaluza ostentaba la Exposición Universal. Su entrenador, un viejo conocido, Carlos Salvador Bilardo, le roneó la propuesta al presidente: “¿Y si intentamos fichar a Maradona? Él me conoce, soy su padre futbolístico. Conmigo ganó el Mundial de México y jugamos la final del Campeonato de 1990?”.

Maradona jugaría en el Sevilla. El comienzo fue prometedor, a la par que tranquilo por parte de Maradona. Incluso se cortó el pelo para ofrecer una imagen de seriedad. No sería hasta la segunda parte del campeonato cuando todo se volvió a torcer: rumores de fiestas con compañeros hasta altas horas de la madrugada, visitas a un burdel —La Casita— día sí y día también, carreras de un Porsche Jaguar por las avenidas sevillanas: un día fue parado por saltarse varios semáforos en color rojo.

Cuando lograron detenerlo, Maradona se explicó: llevaba tan alta la música que no había oído las sirenas de los autos policiales. Peleas con porteros de discoteca, a la vez que espetaba una frase demoledora: “¡Tú no sabes quién soy yo!”. El asunto acabó con la salida del jugador en el verano de 1993.

Su último acto aconteció en el estadio Sánchez Pizjuán, ante el Burgos. Tras el descanso, y con un Maradona con la rodilla reventada de dolores, Bilardo decidió sustituir al Diez. Maradona, encorajinado, se dirigió al banquillo, le espetó un “hijo de p…” ante la mirada de todo el mundo, le tiró el brazalete de capitán a la cara y enfiló el pasillo de los vestuarios dando patadas y puñetazos a todo lo que se le interponía en su camino.

Esa noche, Bilardo acudió a la casa del Diego para pedirle explicaciones: acabó con un puñetazo y la nariz y la amistad rota para siempre. Tres días después, el club sevillano rompía cualquier tipo de relación con el argentino, que decidió regresar a su país.

Recordada pelea

Tras lograr la clasificación para acudir al Mundial de Estados Unidos, en 1994, los jaleos volvieron a su vida. El 2 de febrero de 1994, Maradona disparó con un rifle de aire comprimido a un grupo de periodistas y fotógrafos que hacían guardia en la puerta de su finca en las cercanías de Buenos Aires. Por este hecho fue condenado a dos años de prisión en suspenso y a indemnizar a los periodistas agredidos.

Meses después sufriría un durísimo varapalo: tras el segundo partido del torneo, ante Nigeria, Maradona fue requerido para realizar el control antidopaje. Durante los días previos del partido frente a Bulgaria, su representante le comunicó que el control había dado positivo, lo que seguramente lo dejaría fuera del Mundial.

En los análisis se le detectaron cinco sustancias prohibidas: efedrina, norefedrina, seudoefedrina, norseudoefedrina y metaefedrina. Fue suspendido por quince meses, por lo que tuvo que abandonar la concentración argentina con una frase cruel: “¡Me cortaron las piernas!”. Pero seguía manteniendo su carisma.

Sin embargo, su carrera sin frenos continuaba. Al año siguiente, en 1996, protagoniza un escándalo mayúsculo en un hotel de Alicante. El motivo de la visita era médica, pero resaltaba el motivo. Para gente de su entorno, había llegado para reunirse con el doctor José Jacobo Zubcoff, especialista en Psiquiatría y máster en Salud Mental.

Para otros, dicha cita era con otro médico, Guillermo Laich, especializado en medicina deportiva y residente en la ciudad alicantina. Para terceros, venía a revisar las instalaciones de una clínica de desintoxicación de drogas. Al término del primer día, y tras ofrecer una entrevista en una emisora local, Maradona llegó a su hotel, subió a su habitación, se duchó, se cambió y salió a disfrutar de la noche, pese a las negativas de Coppola. Pero es Diego Maradona. Esa noche, el Pelusa comenzó en un burdel —pagó al dueño para que expulsara a unos hombres del local— y acabó bien entrada la mañana accediendo al hotel rodeado de dos mujeres. Fue el recepcionista el que describió el estado de Maradona: “Muy extraño, entre exaltado y eufórico”. Lo peor vino después. Mientras el trío sube por el ascensor hasta la habitación del astro argentino, se produjo un corte de electricidad, quedándose encerrados en el cubículo durante un buen rato, hasta que la intervención del Cuerpo de Bomberos acabó con dicho encierro.

El mundo de las drogas

Recuperada la normalidad, el ascensor regresó al hall, donde se desencadenó el infierno: Maradona, fuera de sí, arremetió contra todo y todos los que se interponían en su camino: sillas y mesas volaban, un cenicero de mármol atravesó la entrada del hotel, un par de puertas, el techo y la puerta del ascensor y unas rejillas de madera saltaron por los aires… Todo a base de patadas y puñetazos mientras que sus pies y puños sangraban a la vez que chorreaba sudor y lágrimas, producto de su rabia e ira.

No era el primer altercado que Maradona producía en la ciudad alicantina. En 1982, y con motivo de la celebración del Mundial, la selección argentina puso su lugar de concentración en la misma ciudad. Una tarde, a la hora de la siesta, un aburrido Maradona, que compartía habitación con Ossie Ardiles, le propuso a este salir a dar una vuelta por los alrededores. Su fama ya era imparable.

Dicho y hecho, los dos jugadores se evadieron. Cuando Menotti citó a los componentes para realizar la sesión, se encontraron con que faltaban los dos jugadores. Algunos pensaban que había sido un secuestro; otros, una broma. Tras una intensa búsqueda, la pareja apareció: habían estado en una iglesia viendo a unos niños recibir su Primera Comunión.

En agosto de 1997 volvió a dar positivo en otro control antidopaje. Fue su adiós al mundo del futbol. Su cuesta abajo proseguía: en el 2000 tiene que ser sometido a una cura de desintoxicación en Cuba, tras una bacanal en Uruguay, con prostitutas, coca y alcohol en abundancia. Allí se sometió a una dura recuperación: perdió 25 kilos, olvidó las drogas y adoptó hábitos de vida sanos, pero un terrible choque entre el coche que conducía y una furgoneta casi acaba con su vida.

En el 2002, su hijo Diego le asaltó en un torneo de golf que se celebraba en Roma. Cuando lo vio, entró en pánico y salió huyendo. Más tranquilo, solicitó su presencia: estuvieron hablando un par de horas.

En el 2004, y viendo en estado de trance a Boca Juniors, cayó de rodillas en el palco donde estaba. Rápidamente fue llevado en ambulancia hasta la clínica Suizo Argentina, donde estuvo diez días ingresado antes de recibir el alta, pero los problemas continuaban salpicándole.

 

Incidente en México

Un diario mexicano, Récord, aseguraba que había jugado un encuentro homenaje a Carlos Hermosillo “bajo el efecto de las drogas”, un partido que se había celebrado en el 2002 y en el que, de un elenco de figuras —Klinsmann, Zamorano, Palencia, el Conejo Pérez…—, solo él había cobrado por actuar —25 mil dólares—, además de pedir en una de las cláusulas del contrato lucir el dorsal número 10, mientras que el resto de jugadores usó el número 27, el habitual con el que jugó Hermosillo toda su vida futbolística.

Según dicho rotativo, 15 días antes del encuentro, Maradona se había recluido en un balneario turístico en la ciudad de Ixtapan de la Sal para perder peso y jugar dicho encuentro. Se puso manos a la obra, pero la fiesta y su afición por el tequila estuvieron a punto de provocar su expulsión del lugar.

El día del encuentro, el exfutbolista argentino Daniel Brailowski, nexo de unión entre el Pelusa y los organizadores del partido, llamó a Maradona para viajar con él hasta la sede del encuentro. Al no recibir respuesta a sus llamadas, irrumpieron. Maradona estaba acostado semidesnudo, en una recámara llena de toallas empapadas en sangre, producto de hemorragias nasales provocadas por la inhalación de cocaína.

Aun así, Maradona jugó el partido. Llegó al estadio en un helicóptero privado, 20 minutos después de haber comenzado el encuentro. Entró al terreno de juego en medio de una sonora pitada. Jugó 38 minutos antes de ser sustituido. En el vestuario tuvo un golpe de hambre y se comió una pizza.

En enero del 2006, mientras estaba de vacaciones en la Polinesia, fue acusado de romperle un vaso en la cabeza a una mujer después de que esta hubiese tenido un altercado con su hija Gianina. Como seleccionador argentino tiempo después, el sonoro “Que la chupen. Que la sigan chupando. Esta clasificación va para todos los argentinos, menos para los periodistas”, dedicado a la prensa al lograr clasificar a Argentina para el Mundial de Sudáfrica de 2010, fue recibido por vítores de los aficionados albicelestes.

El penúltimo escándalo fue un vídeo emitido en el programa Nosotros al Mediodía, del canal de televisión argentino El Trece, en el que se ve a Maradona agrediendo físicamente a su última pareja, Rocío Oliva. En las imágenes se ve a Diego, visiblemente afectado por el alcohol, y critica a la chica, de 24 años, por usar el móvil.

Mientras, Rocío, que está grabando la escena con su teléfono móvil, le pide que deje de pegarle. Sin embargo, lo que parecería una nueva desfachatez del Pelusa se convirtió en una sorpresa: su novia anunciaba su boda.

Otro capítulo en la vida del Diego, que hace apenas unas semanas era cazado cenando con su novia y una hija que tuvo hace 18 años, cuando militaba en Boca Juniors a su regreso del futbol europeo. La joven, llamada Jana, es la cuarta hija y segunda no reconocida del Pelusa, y a la que se está acercando para tener más contacto. Y es que así es Diego. Un carácter que nunca deja a nadie indiferente. Porque Maradona es Maradona. Y punto.

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