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Si las piedras hablaran

Las cuevas y abrigos rocosos de Guatemala traen hasta el presente el eco de pobladores ancestrales, con su misterio de mitos, creencias y supersticiones.

El Diablo Rojo, descubierto en Amatitlán, es de estilo olmeca. (Foto: Hemeroteca PL)

El Diablo Rojo, descubierto en Amatitlán, es de estilo olmeca. (Foto: Hemeroteca PL)

El platillo volador verde está acompañado por una pinta que suena casi a amenaza: “no estamos solos”. El trazo firme y contemporáneo contrasta con las pinturas rupestres del contexto, formas geométricas, figuras antropomorfas, animales y manos de color rojo que han hecho famosos los peñascos de San Juan Ermita, Chiquimula.

Aunque, si atendemos a lo que dice la arqueóloga Marlene Garnica, “el término rupestre no se refiere a arte prehistórico, sino a una expresión cultural hecha sobre una superficie rocosa que no ha sido trabajada”. Así que, estrictamente hablando, la nave espacial, incluso si ha sido obra de un vándalo, entra dentro de la misma categoría que los dibujos precolombinos.

No obstante, al margen de la cantidad de grafittis que se encuentran en entornos naturales, Guatemala es un país rico en esa otra pintura primitiva que se conserva junto al misterioso platillo volante. Esas otras figuras que son antiguas como la memoria, aquellas cuyo rastro se pierde junto con las huellas de los primeros pobladores del continente.

Érase una vez…

El abrigo rocoso domina una hondonada de las tierras cálidas de Huehuetenango. Según los habitantes locales, la aridez ocre se cubre de agua en invierno. De modo que la atalaya, que se yergue solitaria sobre un anillo de zacate, debe parecer la almena de un castillo protegida por un foso.

Al llegar a la base de la roca, el espectáculo es sobrecogedor. La cavidad de nueve metros de largo y cinco de alto está profusamente cubierta de esquemáticas figuras zoomorfas, astros, espirales, puntos, manos o cuadrículas. Tampoco falta una escena de caza. Los pictogramas son tantos y tan nítidos que es imposible centrar la vista sólo en uno. Un festival de rojo con aderezos de blanco, negro y azul maya que rinde pleitesía a su nombre, El Encanto.

Ninguna de las pinturas ha sido fechada. No es de extrañar. En palabras de Garnica, determinar la antigüedad de una sola figura cuesta mil 500 dólares. Eso explica por qué en Guatemala sólo se han realizado las pruebas a dos iconos: El Diablo Rojo de Amatitlán y un pictograma de La Casa de las Golondrinas (Sacatepéquez), ambas con algo más de 3 mil años de historia.

Pese a la carencia de pruebas de laboratorio, el investigador de El Encanto, Sergio Ericastilla, se atreve a aventurar que las pinturas del lugar “pueden ser obra de los primeros humanos que llegaron a Guatemala”.

Su interpretación se basa en el estilo de los dibujos y en la larga presencia humana en la zona, ya que el sitio está cerca del yacimiento paleontológico de Chivacabé. Allí, en el mismo lugar donde se habían hallado restos de animales extintos, como el mastodonte, Ericastilla encontró una punta de lanza con más de 11 mil años de antigüedad.

No obstante, el interrogante temporal queda eclipsado por otra pregunta más enigmática: ¿qué significado esconden esos sencillos trazos?

“Una de las connotaciones de la pintura rupestre es su fuerte relación con la fertilidad”, sostiene Ericastilla. La figura de un feto, los batracios (símbolo de la metamorfosis mágica que se produce dentro del agua), los órganos reproductores femeninos y los círculos, que podrían representar las fases de la luna en relación con el ciclo menstrual de la mujer, constituyen claras alusiones a la fecundidad.

De hecho, el culto a la fertilidad es, junto con la proximidad a las fuentes de agua y los sitios paleontológicos, un denominador común de las pinturas rupestres guatemaltecas.

Los ejemplos no escasean: En el cañón del río Huista, en el sitio de Plan Grande (Huehuetenango), se reconocen las formas de una mujer dando a luz, mientras que en La Cueva del Venado (Jutiapa) está representada una gama con un cervatillo dentro de su vientre. Su ubicación, cercana al sitio paleontológico de Las Lajas, ofrece una vista completa de la Laguna de Obrajuelo. Por su parte, los dibujos de la Cueva de Naj Tunich (Petén) son mucho más explícitos y muestran una figura humana con su miembro sexual erecto y sobredimensionado.

De Cazadores y astrónomos

Pero, ¿se trataba sólo de una celebración de la fecundidad? La abundante iconografía ha llevado a los investigadores por el sendero de las múltiples interpretaciones.

“En Plan Grande la variedad de figuras zoomorfas y un depósito de huesos de animales hace sospechar que pudo ser un punto de reunión de cazadores”, indica el arqueólogo Luis Romero, “debajo de las pinturas también hemos hallado una grieta con los restos de 96 personas. Aún no sabemos si serán osamentas antiguas o víctimas del conflicto armado”, agrega.

Mientras el hallazgo abre nuevas líneas de estudio, la investigadora Lucrecia de Batres, quien se ha centrado en estudiar las pinturas de los peñascos de San Juan Ermita (Chiquimula), apunta a la posibilidad de que este sitio fuera una zona de refugio en el camino de peregrinación hacia Copán. “Las escenas parecen responder a un ritual más doméstico y abundan las manos en positivo y negativo, que es una forma de decir, yo estuve aquí”, explica.

Por su parte, Marlene Garnica lleva casi 10 años recorriendo La Casa de las Golondrinas, un abrigo rocoso sobre el río Guacalate donde, hasta el momento, se han inventariado 220 figuras. “Creemos que algunos de los salientes más altos fueron usados como altares, también hay gran número de animales y una escena de caza. Otras zonas tienen el aspecto de haber funcionado como observatorio astronómico”, indica en referencia a un agujero circular tallado en la piedra que se alinea con una serie de pinturas de soles.

“En las excavaciones también encontramos restos de fogatas y capas vegetales de lo que pudieron ser alfombras ceremoniales, porque todos los sitios tienen un carácter sagrado o shamanístico”, apunta Garnica .

…Y de brujos

En la Casa de las Golondrinas, existen pinturas que solamente son observables durante cierta época del año o ciertas horas del día, todo depende de cómo incidan los rayos solares sobre la roca.

“Con el 'aparecimiento' de algunas de ellas se podría estar conmemorando algún evento específico, que el shamán aprovecharía para hacer gala de sus conocimientos o interrelación con seres superiores”, señala Sergio Ericastilla.

Los investigadores concuerdan en que las pinturas rupestres fueron realizadas por shamanes o, al menos, se hicieron en un contexto ritual en el que se consumían sustancias psicoactivas o se entraba en trance como consecuencia del ayuno, las condiciones físicas extremas o los cantos monótonos.

En este sentido, Ericastilla sostiene que las espirales tan comunes en el arte rupestre podrían ser la manifestación de una mente alterada. “Es igual que cuando uno se emborracha y el mundo le da vueltas”, apunta el arqueólogo. De modo que este tipo de visiones encaminadas a llevar bienestar a la comunidad y despertar respeto hacia el líder pudieron ser una génesis de las religiones.

El respeto a lo desconocido sobrevivió durante siglos y llegó hasta el presente como un eco. Tanto es así que algunos sitios rupestres aún son visitados por las poblaciones locales, como Chuitinamit (Sololá), y algunas leyendas permanecen vivas, como las del Corral de Piedra (Huehuetenango), al que la gente sigue llamando El Rincón del Diablo “porque afirman que allí ocurren cosas misteriosas, se oyen ruidos extraños, se ven sombras que salen de agujeros o llueve cuando hace sol”, relata Romero.

Será porque, a pesar del paso de los siglos o aún de los milenios, el género humano sigue fiel a lo que un día fue. O, quizá, porque, a pesar del progreso, al hombre le sigue fascinando lo que no comprende. De la misma manera que el hombre que pintó la nave verde sobre la piedra desea no estar solo en el universo.

“Los motivos rupestres han permanecido en la cultura a través de los textiles”, afirma Sergio Ericastilla. En sus investigaciones en Huehuetenango, este arqueólogo ha advertido que algunas pinturas de El Encanto coinciden con los motivos que adornan los trajes típicos. Es el caso de las cuadrículas que se observan en los faldones que usan los hombres de Sololá o las espirales o vórtices que se lucen en los huipiles de San Antonio Huista (Huehuetenango).

La relación entre los tejidos tradicionales y la pintura rupestre quedó reforzada después de que en 2001 Eugenia Robinson encontrara en La Casa de las Golondrinas (Sacatepéquez) una vasija que contenía 18 husos para tejer, un fragmento de tela y dos femorales de chompipe de la época posclásica. En opinión de la investigadora estadounidense, el hallazgo podría ser una ofrenda a Ixchel, la diosa lunar, quien blanca como el algodón, también auspiciaba las labores textiles y los nacimientos.

Las figuras de aves dibujadas en la pared rocosa del sitio y la presencia de los huesos de pavo conecta, de nuevo, las creencias ancestrales con la herencia cultural actual, ya que el pavo muerto es un animal frecuentemente representado en los sobrehuipiles ceremoniales de San Pedro Sacatepéquez.

Según recoge la antropóloga Bárbara Knoke de Arathoon en Símbolos que siembran, la simbología ritual de ese animal se ha mantenido hasta el punto de que todavía existe la costumbre de regalarlo en las bodas.

“Los padres del novio preparan un canasto con un pavo preparado con olote, cigarros, licores y chocolate a modo de regalo para su futura nuera. Durante el festejo, el chompipe se come con mucho cuidado, tratando de no romper su esqueleto, pues si este se conserva entero es señal de buena suerte”, explica Knoke.

Otras figuras de la iconografía rupestre también se mantienen en la vestimenta tradicional. Es el caso del venado que aparece en los huipiles de Santo Domingo Xenacoj (Sacatepéquez) o la planta de tabaco que se luce en las prendas de Tactic (Alta Verapaz).

En clave histórica

El hallazgo de algunos artefactos de piedra en Lewisville, Texas, Estados Unidos, indicaron que el poblamiento del continente americano comenzó hace 40 mil años. 

  • En Guatemala, la primera vez que se tuvo noticia de pinturas rupestres fue hacia 1750, cuando se descubrieron las primeras figuras en Chiquimula.
  • Los sitios comenzaron a ser estudiados a finales de la década de los noventa. Desde entonces se han inventariado más de 60 lugares repartidos por todo el país. Destacan por la concentración de registros, Huehuetenango, Petén y los departamentos de oriente.
  • Casi ningún lugar dispone de fechamientos por falta de presupuesto para proyectos de investigación.
  • Para determinar la antigüedad de una figura rupestre se analiza su componente orgánico, generalmente, jugo de plantas, sangre u orina. Éstos servían como aglutinantes para el óxido de hierro con el que se elaboraba el rojo, el óxido de manganeso usado para el negro o el caolín del blanco. 

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