Emmanuel

ROLANDO ALVARADO

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No se trata, como sostiene el profeta Isaías, del Emmanuel, de Dios-con-nosotros, sino del Dios-contra-nosotros. Dos experiencias contrarias y hasta contradictorias. En la señalada por Saramago, Dios no es más que un “factor”, un elemento distorsionador del espíritu humano, que lo contamina y lo perjudica. Sea porque lo disminuye al situar al ser humano bajo sus dominios y al arbitrio de su voluntad; sea porque lo sustituye al protagonizar las acciones que a la persona responsablemente le corresponderían; o sea porque le justificaría todo, desde sus egoístas intereses y afán de dominio sobre otros y sobre la naturaleza, hasta sus ideologías, temores, errores, y crueldades. Así, el Dios-contra-nosotros tendría cuando menos tres formas de “funcionar” en la vida: “frente” a nosotros, “en vez de” nosotros, o “al servicio de” nosotros.

¡Qué lejos la experiencia descrita de la de Isaías! Para él, como para todas las personas que a lo largo de la historia nos hemos situado y sentido en amistad con Dios, este no es un “factor”, sino una “realidad viva” que purifica y que ilumina al siempre ambiguo y en ocasiones sombrío espíritu humano. Capaz de lo mejor, lo más hermoso y sensato que podamos comprobar; y, al mismo tiempo, propenso a lo más espantoso, irracional y repulsivo que podamos imaginar. La relación de amistad con ese Dios vivo y verdadero —y no con fetiches e ídolos—, la vinculación íntima, respetuosa y de correcta alianza, es lo que inclinaría la balanza hacia el ángulo positivo del espíritu humano, ensanchándolo cada vez más hacia la diafanidad, la intensidad y la autenticidad que anidan en la verdad, el bien y la belleza.

Emmanuel, Dios-con-nosotros, es Dios “a favor de” nosotros. Roca firme para sostenernos y sobre el cual edificar sólidamente nuestras vidas; es Dios “en” nosotros, en las profundidades y recovecos de nuestra interioridad requerida de serenidad, de escucha, de fortaleza, y en algunos momentos, de consuelo; y es Dios “entre” nosotros, presente e incidiendo en nuestras relaciones, en nuestros proyectos y cotidianos quehaceres con tal positividad que los frutos saltan a la vista. La integridad se alza, la nobleza se irradia, y la justicia se abre camino.

Emmanuel, el Dios-con-nosotros anunciado por Isaías, adquiere para los cristianos nombre propio, se llama Jesús de Nazaret, el “Dios que salva”. A ese Dios el espíritu humano se abre y se aferra, en ese Dios se sumerge, por ese Dios se deja impregnar, y a ese Dios busca y sigue, haciendo hoy —y a su modo— lo que Él hizo en su tiempo. Atrás queda toda tensión o enemistad.

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