TIEMPO Y DESTINO

Constitucionalidad, una luz encendida

Luis Morales Chúa

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Los hechos, acciones y deseos lanzados contra el imperio de las leyes, son como olas que se estrellan, o deben estrellase, en las rocas y se rompen en gotas que tornan a la mar.

Es tan solo un ideal, por supuesto. La cruda realidad es otra. Al legislador común se le da, medio en serio y medio en broma, el calificativo de padre de la patria.

Eso significa que se le considera noble, querido, apreciado, sabio, moral y honrado. Pero, esos sentimientos de alta estima hacia la figura del diputado se desmoronan en la conciencia nacional cuando se descubre, por ejemplo, que en tiempos pasados y un poco lejanos, un vicepresidente del Congreso era secuestrador y asesino.

Una noche, sorprendido en un restaurante público, fue muerto a tiros. Y dos de sus amigas lo primero que hicieron fue dirigirse al Palacio Legislativo, irrumpir en la oficina del padre de la patria, y buscar bolsas llenas de dinero, producto de rescates cobrados a familiares de personas secuestradas.

Por esos tiempos a ese edificio situado en la novena avenida, entre novena y décima calles, de la zona uno, se le dio el nombre de Palacio de los horrores.

Desde luego, no todos los legisladores merecen ser incriminados. La inmensa mayoría está formada por políticos honorables que cumplen su misión de legislar y hacer política, en buena forma y en la medida de su formación moral, conocimientos adquiridos, de su talento y en el marco de la legalidad.

Hubo también, tiempo ha, un mandatario cuya devoción religiosa le permitía ser premiado anualmente con participar en la ceremonia de unción de la imagen de un Cristo yacente el viernes santo, antes de ser sacada en procesión por las calles de esta capital. Así, el poderoso funcionario lavaba y purificaba su conciencia. Mas, pocos días después ––según versiones de sus adversarios políticos–– daba su visto bueno a la lista de ciudadanos que deberían ser asesinados por ser “oponentes internos del Estado”, o permitía que otros funcionarios mataran u ordenaran matar de conformidad con esa lista.

Y eran tiempos en los que la población vivía bajo el alero protector de una Constitución que proclamaba como uno de los fines supremos del Estado la primacía de la persona humana como sujeto y fin del orden social, principio que el poder constituyente original recicla cuando, tras el periódico quebrantamiento de la institucionalidad, despierta y reasume su función de elaborar un nuevo texto constitucional.

Hoy, la vida de los guatemaltecos se rige bajo normas de una Constitución que, como las anteriores, pone énfasis en el bienestar, la seguridad y la libertad de la persona humana, como fin supremo del Estado. Es, nuestra Constitución, un árbol de fuertes ramas.

Pero, sus raíces son socavadas constantemente por actos de entidades estatales o por acciones de particulares que proceden en abierta violación de aquellas normas supremas.

Intentar convertir en crimen el ejercicio de un derecho humano, consagrado en la Constitución, es uno de los muchos intentos de dañar el árbol constitucional. Promover desde los altos cargos públicos, demandas contra periodistas por el ejercicio del derecho de opinar sin ser molestado, es otro de esos intentos.

Es normal pensar, sin embargo, que todos esos intentos deben estrellarse en las rocas de los entes autónomos de control constitucional. Todo depende, por supuesto, del coraje jurídicamente fundamentado de los guardianes de la Constitución, que son no solo los magistrados de la Corte de Constitucionalidad sino varios más.

Por ello, no hay que ceder a la angustia ni a la desesperación. La constitucionalidad es una luz que continúa encendida, pese a los desastres en el bosque de la legislación.

Un Estado en el que los ciudadanos son perseguidos por pensar y externar lo que piensan, o por actos que no implican violación a la ley, es un Estado moralmente precario y jurídicamente huérfano del sentimiento constitucional.

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