PERSISTENCIA

El placer y los valores morales

Margarita Carrera

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En general, tiende a hacer una burda clasificación del placer, diciendo que existen en el humano placeres espirituales (o altos) y placeres animales (o bajos).

Los primeros, que caen dentro del ascetismo, son considerados superiores; únicamente los logran sentir aquellos hombres y mujeres cultos que aplacan y dominan su “animalitas”. Se tratará del tipo de placer que provoca la belleza de la Naturaleza o una obra de arte (literatura, artes plásticas, música, representaciones teatrales y cinematográficas), que —de acuerdo a la mentalidad del filósofo tradicional— no tienen nada que ver con los bajos instintos o instintos sexuales, sin reparar que toda obra de arte no es sino sublimación de estos instintos reprimidos por una sociedad castrante.

Los segundos, o placeres carnales, son los bajos placeres que se dan sin mayores inhibiciones entre la gente inculta o primitiva, la que da rienda suelta, sobre todo, a su lujuria o glotonería.

Cuando la Iglesia Católica, continuadora de la filosofía socrática, establece frente a los siete pecados capitales (soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia, pereza) las siete virtudes cardinales (humildad, largueza, castidad, paciencia, templanza, caridad, diligencia), no está sino contraponiendo a los excesos de placeres, la represión lograda a través de valores propios del cristianismo. De este modo placer vendrá a ser sinónimo de pecado y virtud, sinónimo de valor moral.

Los valores morales serían, entonces, aquellos procesos anímicos que la civilización pone en marcha para refrenar “el principio del placer” que rige al humano.

Porque, desde el punto de vista psicoanalítico no existen los placeres o el placer dividido en categorías altas y bajas, sino simplemente “el principio del placer”, el cual, según Freud, rige la vida psíquica de todo humano.

Los valores morales actúan, en todo caso, como parte del sistema represivo de la civilización.

Son necesarios en cuanto coartan los imperativos deseos individuales que socavan los cimientos de la sociedad. Sobre todo si estos deseos se extralimitan cayendo en la obsesión o perversión; o bien, dicho conforme a la ética, cayendo en “el vicio”.

Hay que tomar en cuenta, además, que cuando la filosofía trata de conocer el placer, ha de recurrir a la única ciencia que puede darle nociones valederas, esto es, al psicoanálisis. Este no estudia el placer de manera aislada sino combinándolo con el “displacer”, considerados ambos como “sensaciones”.

Al respecto nos dice Freud en Más allá del principio de placer: “Sabemos que el principio del placer corresponde a un funcionamiento primario del aparato anímico y que es inútil, y hasta peligroso en alto grado, la autoafirmación del organismo frente a las dificultades del mundo exterior. Bajo el influjo del instinto de conservación del yo, queda sustituido el principio del placer por el principio de la realidad que, sin abandonar el propósito de una final consecución del placer, exige y logra el aplazamiento de la satisfacción y el renunciamiento a algunas de las posibilidades de alcanzarlo, y nos fuerza a aceptar pacientemente el displacer durante el largo rodeo necesario para llegar al placer. El principio del placer continúa aún, por largo tiempo, rigiendo el funcionamiento del instinto sexual, más difícilmente ‘educable’, y partiendo de este último o en el mismo yo, llega a dominar el principio de la realidad, para daño del organismo entero”.

Es del principio de la realidad, que corresponde al mundo externo, que deduzco el nacimiento de una ética o una religión con sus “valores”, considerados por mí como frenos indispensables del placer individual para la conservación de la sociedad.

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