TIEMPO Y DESTINO

Comprender los Acuerdos de Paz

Luis Morales Chúa

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ME TOCÓ PARTICIPAR EN reuniones preparatorias del proyecto que habría de conducir al fin del enfrentamiento armado entre los guerrilleros guatemaltecos, por una parte, y las fuerzas militares y policiales del Gobierno de la República y los grupos privados armados que hacían causa común con una represión que alcanzó niveles monstruosos, por la otra.

Contribuí también, en forma incidental, a la integración de la Comisión Nacional de Reconciliación cuyas actividades duraron diez años, a contar de septiembre de 1987.

Yo era consejero ad honorem de Teresa Bolaños de Zarco. Una tarde entró sorpresivamente a mi oficina y después del saludo, me dijo:

—Acabo de recibir una llamada de Alfonso Cabrera. Me comunica que el Gobierno me nombró ciudadana notable de la Comisión Nacional de Reconciliación, y me ruega que acepte. Así que te pido consejo: acepto o declino el nombramiento.

Cabrera era ministro de Relaciones Exteriores y uno de los políticos más hábiles y poderosos en el Gobierno presidido por Marco Vinicio Cerezo Arévalo. Ambos, eran figuras señeras del partido Democracia Cristiana Guatemalteca, entidad ahora inexistente.

No pensé mucho la respuesta. Mira —le dije— se te presenta la oportunidad de entrar en la historia de Guatemala por la puerta grande, la de los esfuerzos por lograr la paz que la gran mayoría de la población desea y necesita. Acepta.

Más tarde ella pediría consejo también a Pedro Julio García y Álvaro Contreras Vélez, dos de sus socios en Prensa Libre. Ambos consideraron que era un honor el que se le confería y ofrecieron apoyarla Así que Teresa aceptó y trabajó arduamente seis años.

La Comisión principió sus actividades en septiembre de 1987. Sus integrantes se dedicaron, sin escatimar esfuerzos, a cumplir en la mejor forma posible la misión que se les encomendaba. Y uno de sus primeros pasos consistió en declararse independiente de la autoridad que los había nombrado, porque solo con autonomía funcional e independencia política la Comisión podría ser aceptada por los implicados en el conflicto armado. Y consecuentes con ese pensamiento se opusieron al propósito presidencial de que fuera el vicepresidente de la República, Roberto Carpio Nicolle, quien presidiera la Comisión. Seguidamente fue nombrado presidente el obispo de Zacapa y prelado de Esquipulas, Rodolfo Quezada Toruño; talentoso sacerdote que hablaba con fluidez, además del español, inglés, latín, francés, italiano y alemán. Fue un gran conciliador.

No les fue fácil comenzar. Algunos comisionados principiaron a recibir amenazas de muerte, en un intento por obligarlos a renunciar a sus cargos. Y las amenazas no eran juego. El 1 de agosto de 1989 Danilo Barillas, exembajador guatemalteco en España, fue asesinado a tiros en la zona 11, de la capital de Guatemala, a plena luz del día. Su “delito” era haber participado en la organización de la primera reunión para negociar la paz, celebrada en Madrid, un año antes, entre representantes de la guerrilla y del Gobierno.

Hasta ese momento las organizaciones de los derechos humanos contabilizaban 150,000 víctimas mortales (después llegarían a 200,000), miles de desaparecidos y cantidades enormes de personas que se refugiaron en México, para escapar de las matanzas.

Por eso, para comprender los Acuerdos de Paz es indispensable —además de estimarlos por sus efectos inmediatos y las perspectivas futuras— valorarlos en los cambios que propiciaron en la atormentada Guatemala de los secuestros políticos y torturas de los detenidos; de las poblaciones arrasadas y las masacres; la de la enorme corrupción administrativa; la de la administración de justicia cautiva y la del sistema que hizo tabla rasa de los derechos humanos, convirtiéndola en un país de pesares.

Hoy esos Acuerdos de Paz, en sus veinte años de vida, han sido incorporados por Unesco al Registro de la Memoria del Mundo, por su importancia universal.

Son materia viva y funcionan.

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