PERSISTENCIA

De la compasión

Margarita Carrera

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La pasión es infinitamente dolorosa. Lleva al alma a desgarres desmesurados, a alientos cavernosos. Es un desdoblamiento de la personalidad en el cual nuestro otro yo cobra fuerza inaudita y desbarata todo aquello tranquilo y benévolo que ha construido, pacíficamente, nuestro civilizado y laborioso yo.

Como tormento, como huracán, como terremoto, la pasión acaba en pocos segundos con la paz interna, y nos lleva a desastres mortales que, no por permanecer recónditos dentro de nosotros, son menos fatídicos e insufribles.

Y es por la mirada que nos delatamos. En el fondo de ella se vislumbran los sacudimientos tumultuosos del alma acongojada. Nada tan callado y, sin embargo, delator como la mirada. Los ojos de personas y animales es algo temible. Asomarse a ellos es tocar la desnuda alma con todas sus llagas, heridas sangrantes, perdidas fosas de sacros gemidos.

La compasión es hermana gemela de la pasión. Se acompaña, por ella, al ser pasional. Y aquel que compadece también padece, si no idéntico mal, un desasosiego infernalmente sobrecogedor.

Tener compasión es sentir la pasión del que la sufre. De ahí la etimología de la palabra: con pasión. Esto es, acompañamiento de la pasión; estar con ella, entrar a sus linderos tormentosos, sintiendo, como dice el diccionario: “ternura y lástima” de la desgracia o mal que padece alguno.

Pero no todos pueden compadecer. No todos estamos hechos para tener compasión. Para que este sentimiento se manifieste ha menester haber tenido, anteriormente, idéntico calamitoso sufrir desesperado. Así, el que compadece, padece. Sufre las angustias del otro como si fueran suyas, y su alma se ve azotada por el torbellino infame y opresivo del dolor.

El que compadece deja de ser él mismo y se identifica plenamente con el otro. Entonces, olvida todo lo suyo y se concentra con el otro, que en el fondo, es su otro yo, ese ingrato, ese infatigable y desproporcionando yo oculto que nos gobierna a pesar nuestro.

Es tremenda la compasión. Noble e ingrata, egoísta y dadivosa. Pues nos hunde, infatigable, en el tenebroso mundo de la pasión del otro ser, en su imponente y tétrico dolor inconsolable, en su desbocada furia, en su desolación, en su infernal alarido, en su angustia infinita.

No es raro, entonces, que el que tiene la capacidad de compadecer huya a veces cautelosamente de los seres que sufren —personas o animales, hasta plantas— a causa de una pasión. Porque estamos equivocados al pensar que el sentimiento es atributo únicamente de los humanos. ¡Si las plantas tuvieran ojos!

Cristo se agobió de tanto compadecer. De ahí su martirio, más tremendo que el de la cruz; de ahí su necesidad de sufrir tan intensamente. De ahí su drama humano tan poderoso que toca en fin todo lo vivo.

El supremo amor es la suprema compasión. Y, como Cristo, cada vez se hundía más y más en un dolor infinito, intolerable, catastrófico, pero sagrado, imponente. Porque su pasión y compasión conquistan al mundo, trastornan la historia, transforman todas las cosas.

San Francisco de Asís también dedicó su vida a la compasión. Supo del dolor del lobo, de su necesidad de matar, de su cólera descomunal. Sentimientos ocultos en él, y por eso lo amó, lo compadeció. Le llamó “hermano lobo”. Y así, con todo aquel que sufría.

Gabriela Mistral, también dedicada a la compasión. Vivió pasiones ajenas que convirtió en propias, pues le eran propias, le hace buscarle en cada una de sus poesías, en cada aliento de su vida. Llevaba dentro de sí la pasión de la madre, del niño, del hombre.

margaritacarrera1@gmail.com

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