CABLE A TIERRA

El duro despertar del sueño democrático

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Soy hija del sueño fallido de la democracia guatemalteca. Nací pocos años después que iniciara el conflicto armado interno y crecí a su sombra, acostumbrada a vivir siempre con la posibilidad de que un día esa horrible y sangrienta guerra tocara nuestras vidas directamente. Llegué a la mayoría de edad justo cuando se daba la apertura democrática que llevaría al primer gobierno civil al poder, e iniciaría el proceso que llevaría años después a la pacificación de toda la región centroamericana. Fue así que ejercí por primera vez mi derecho al voto. Recuerdo que marqué mis papeletas con absoluta convicción y fe en el porvenir. Creía, como muchos otros, que la democracia no sólo nos salvaría finalmente de la guerra, sino que era la senda inequívoca e infalible al desarrollo.

Lejos estaba de saber en ese entonces que la pacificación y la implantación de democracias electorales en Centro América eran, ante todo, precondiciones necesarias e indispensables para que la región se acoplara e insertara en una nueva etapa de internacionalización de las economías nacionales; que el motor de la pacificación no era tanto parar el derramamiento de tanta sangre inocente, sino el hecho que una región incendiada por guerras difícilmente podía abrir sus fronteras al libre comercio.

La ecuación correcta no era entonces, “democracia para el desarrollo”, sino “democracia” para la estabilidad macroeconómica, que facilitara el libre flujo de bienes y capitales. Que la gente mejorara sus condiciones de vida y tuviera oportunidades era algo verdaderamente secundario, solo relevante para las campañas electorales.

Así, durante 30 años, hemos repetido el acto electoral cada cuatro años; hemos aceptado el autoengaño de que votar es equivalente a vivir en democracia; que lo democrático es que podemos criticar a los gobiernos implacablemente, mientras otros deciden los asuntos tras bambalinas. Con lo que pasó en 2015, pareciera ser que finalmente se despertó la conciencia de algunos; que se ha comprendido que lo que tocaba hacer —y no hemos hecho aún— es democratizar la economía, la política y la sociedad.

¿Será ya demasiado tarde? Por el momento, no hay buenas señales en la región: Las mafias enquistadas en el Congreso de Guatemala, se resisten a pasar legislación que podría ayudar a modificar estas condiciones (Ley Electoral y de Partidos Políticos; Ley de competencia); lo que está ocurriendo en Honduras, con el fraude electoral, precedido por la modificación de la Constitución no avalada popularmente, pero legalizada por el sistema para favorecer la reelección del actual presidente; la satrapía familiar instalada también vía procesos eleccionarios en Nicaragua, que a pesar de su discurso ideológicamente sensible para oídos conservadores, hace felices a tantos empresarios de la región. Todos, ejemplos que nos muestran cómo la democracia se ha instrumentalizado al extremo de que las elecciones son, ahora, el medio para la reproducción del clásico caudillismo autoritario y clientelar que hemos vivido desde siglos atrás.

Si el patrón se acentúa más en los próximos años, y se consiente por las fuerzas extra-regionales que tutelan el Triángulo Norte que estos patrones se enquisten y reafirmen en la política local, habremos perdido la posibilidad de que el portaestandarte de la lucha contra la corrupción permita abrir la brecha para la auténtica democratización y el desarrollo de la región.

Por ello es tan importante para nosotros en Guatemala, lo que termine pasando en Honduras. Si allá se oficializa la transa, tengan por seguro que acá, podremos esperar cualquier cosa en el 2019.

karin.slowing@gmail.com

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