LA ERA DEL FAUNO

Reencarnar o no, he ahí el dilema

Juan Carlos Lemus @juanlemus9

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Hay días en la historia del mundo personal que uno se levanta y no tiene mucho combustible. Probablemente cenó bien, no tuvo pesadillas y no hay hechos que alteren la rutina. El caso es que uno abre los ojos y se encuentra en un estado de tanque vacío.

Tal vez, con los años, uno acaba comprendiendo por qué la iglesia católica eliminó, por decreto, la reencarnación. Puede que la gente se acomodara esperando mejor suerte en la próxima vida, evitando así la fatiga que implicaba luchar en la que tenía. Según se sabe, fue el emperador Justiniano quien obligó a la iglesia primitiva a celebrar un concilio en el que se zanjara ese y otros asuntos, quería cortar lazos entre las religiones occidentales y orientales. Estas últimas aseguraban, como hasta la fecha lo hacen, que animales y personas reencarnamos no una sino millones de veces. Aunque una vida es tan difícil de alcanzar, que para llegar a este instante que usted y yo compartimos fue necesario que transcurriera mucho tiempo. Demasiado tiempo. Borges, en su conferencia sobre el budismo, evocaba el ejemplo que Gautama ofrecía para explicar lo difícil que es llegar a ser humano: una tortuga de mar sale de las profundidades y saca la cabeza una vez cada 500 años y vuelve a sumergirse. Es solo hasta que su cabeza encaja con un pequeño aro perdido en la inmensidad del océano que surge una vida humana.

Los cuentos budistas pueden ser no más que eso, pero son entretenidos. Quizá solo hay una vida, como repetía, según dicen, el Hermano Pedro: “Acordaos hermanos que una vida tenemos…” Otras religiones aseguran que esta no es una vida sino un sueño, algo irreal, no existimos. No importa. Estamos aquí, fechados en una época de vampiros.

Decía que uno de los motivos que tuvo la iglesia para abolir la reencarnación puede que haya sido el conformismo de los creyentes primitivos, pues es como que a usted le regalaran, se me ocurre, un millón de chicles. Masca uno hasta consumirlo —una vida— y así se la pasa, degustando otro y otro. Pero vamos a suponer que uno de esos chicles le sale mal, pongamos cascarudo, desabrido, como la vida. Entonces, como posee un millón tira el que tiene y busca el otro, pero sin suicidarse. Total, lo esperan cientos de miles. Se vuelve indiferente como los ascetas, que se la pasan, dicen, años metidos en cuevas, comiendo raíces y conversando con sus piojos. No se detendría a examinar ese chicle, a cortar lo malo y a rescatar lo bueno. No perdería su tiempo llamando a la fábrica para exigir una explicación. Visto así, resulta fácil suponer que cualquier inconformidad de los primeros creyentes ante la vida sería apaciguada con la idea de que llegaría otra. El creyente moderno es otra cosa. La calidad de la fe varía según el tiempo. Se ha pasado de la fe ciega a la fe intelectualizada. O como decía Todorov que decía E. Renán: “La fe tiene razón”, pues hasta el cientifismo exige un acto de fe.

El caso es que para la deshumanización que hay en este país, la reencarnación autorizada habría sido buen placebo en lo que las cosas mejoran en otras vidas. A ratos cansa ese vaivén nacional en el que se hacen esfuerzos en favor de la justicia y de pronto vienen cafres a entorpecerlo todo. Quienes pueden vivir sin hacer nada, bien por ellos. Quienes se sienten corresponsables y tampoco pueden hacer nada, ya vendrán tiempos mejores. En todo caso, ante la pregunta “¿Qué hacer?”, dice Derrida que decía Lenin: “Es preciso soñar”. Tal vez eso sea lo mejor, soñar, pese a que nuestros abuelos decían: “Debemos heredar un mundo mejor para nuestros nietos”. Y ya ven ustedes…

@juanlemus9

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