Revista D

Los niños de India que viven su infancia “jugando” con las drogas

En la India, algunos apenas levantan un par de palmos del suelo cuando dan sus primeras caladas a un cigarro de marihuana. Aquí los niños drogadictos se cuentan en centenares de miles, muchos de ellos de tan solo cinco años, y el número no deja de crecer.

Todo comenzó en la década de  1980, cuando la guerra contra los soviéticos en Afganistán (1979-1989) bloqueó la ruta de los Balcanes, convirtiendo a este país en un importante punto alternativo para llevar sustancias ilegales  a Occidente.

Dice el director de la Sociedad para la Promoción de la Juventud y las Masas (SPYM), Rajesh Kumar, que la India vive sofocada bajo el manto de las dos principales regiones productoras de opio en Asia.

La mayor democracia del mundo está  entre el Triángulo Dorado, formado por Laos, Birmania y Tailandia; y la Medialuna Dorada, que conforman Afganistán, Pakistán e Irán.

“Las personas implicadas  se multiplican rápidamente, ya que cada jefe del mundillo tiende a crear agentes que, a su vez, harán lo propio con nuevas presas, alimentando una pirámide de crecimiento imparable”, dice Kumar.

La omnipresencia de la droga es ya tal que hoy atrapa entre sus garras a entre 300 mil y 400 mil niños, unos 20 mil de ellos en la capital, de acuerdo con estimaciones de SPYM. La población de este país se calcula en mil 200 millones.

El preparado preferido de los chicos indios se vende en tubo y se puede conseguir legalmente en muchos  establecimientos por apenas US$0.45.
Se trata de goma adhesiva utilizada para reparar neumáticos y, paradójicamente, conocida por todos como solución.

También muy asequibles son el pegamento y el típex, tan habituales en los estuches escolares de niños de todo el mundo.

El 60 por ciento de los infantes se inician en este mundo  inhalando solución y otras substancias similares, para más tarde pasarse a la marihuana o la heroína.

A pesar de su elevado costo, unos US$22  la dosis media diaria de un gramo, la dama blanca terminará seduciendo a cerca del  20 por ciento de ellos.

Pero, al contrario de lo que se podría pensar, “la solución es el peor de los problemas en este mundo de pesadilla que se cierne sobre los menores indios”, advierte el director de SPYM.

“La goma adhesiva disfraza su peligrosidad con la legalidad de un tubo aparentemente inocuo, haciendo olvidar que esta substancia restringe el crecimiento del cerebro y deja al niño vegetal para toda la vida”, dice Kumar.

“Si alguien me pregunta por la inhalación (de solución) y la heroína, optaría por permitir la heroína”, afirma categórico.

Costearse el vicio

La mayoría de los pequeños drogadictos proceden de entornos marginales y viven en barrios de chabolas, ¿cómo consiguen entonces tal cantidad de dinero para financiar su adicción?

Al principio, pidiendo en las calles y, más tarde, robando carteras o cometiendo “otros crímenes”, explican desde  SPYM.
También los hay que se ganan la droga con el sudor de su frente, como el adolescente Roshan Singh, de 14 años y quien hace dos comenzó con el vicio.

“Primero fue con mis amigos, después empecé a recoger plástico y otras cosas para venderlas y así comprar la substancia adhesiva”, detalla en el centro de rehabilitación de SPYM.

En su caso, ponían la solución en un trapo y se perdían en el olor. El viaje duró un año para el chico.

Roshan recuerda el día, no hace muchos meses, en que lo recogieron en un mercado y lo trajeron al centro de la capital  para tratar de liberarlo de la espiral en que se encontraba metido hasta las cejas.

Al contrario que sus compañeros de andadura, el joven iba a la escuela cuando la solución tomó las riendas de su vida y, asegura que, cuando le den de alta, no piensa volver a probar las drogas y se volcará en sus estudios.

Roshan vive ahora con otros 71 menores en un decrépito edificio de la zona vieja de Delhi. Las paredes desconchadas y las puertas y ventanas enrejadas recuerdan más a un centro penitenciario que a uno de rehabilitación para niños.

Las instalaciones pertenecen al Gobierno y SPYM aporta la comida y los profesores, comenta el director de la organización, mientras se queja de la falta de solidaridad  a la hora de financiar este tipo de iniciativas.

Los más pequeños llegan con tan solo 6 y 7 años. A veces son los propios familiares quienes los traen, otras la Policía; a menudo los envían comités encargados de estudiar los casos  problemáticos.

El lento transcurrir del tiempo entre estas cuatro paredes se acelera de vez en cuando con las ocasionales visitas de las familias, en unos casos estructuradas, en otros monoparentales. En algunos, inexistentes.

Jhanvi Jain, la terapeuta del centro,  señala orgullosa a uno de los huérfanos al fondo de la clase, un vivaracho muchacho de 8 años que, a pesar de llevar tan solo un mes en el centro, ya escribe a la velocidad del rayo.
Solía pedir en las calles e inhalar solución.

El chiquillo se gira para pasarle la goma de borrar a un compañero y en décimas de segundo se vuelve hacia la pizarra con la avidez de quien no quiere malgastar ni un minuto más de su vida.

Con un poco de suerte, no estará entre el 30  por ciento de niños que, según las estadísticas de SPYM, acabará volviendo al centro tras un breve paso por las calles.

EFE/REPORTAJES

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