Revista D

Presencia pirata

Las poblaciones costeras de la región fueron asediadas por corsarios y piratas durante los siglos XVII y XVIII.

Mapa pirata que muestra la costa de Guatemala desde el Pacífico (Foto Prensa Libre: National Maritime Museum. William Hack / 1682-1706).

Mapa pirata que muestra la costa de Guatemala desde el Pacífico (Foto Prensa Libre: National Maritime Museum. William Hack / 1682-1706).

Piratas. Fueron los temibles aventureros que surcaron y aterrorizaron el Mar Caribe —incluso el Pacífico—, sobre todo en los siglos XVII y XVIII. Eran crueles, sin escrúpulos, despiadados y antisociales. Siempre ávidos por hacerse de tesoros y riquezas. Eran ladrones.

El poeta español José de Espronceda (1808-1842), en unos de sus escritos, reflejó muy bien la consigna pirata: “Que es mi barco mi tesoro, / que es mi dios la libertad, / mi ley, la fuerza y el viento, / mi única patria, la mar”.

Drake, el temible

En el último tercio del siglo XVI, el corsario Francis Drake fue el terror de las costas americanas. En 1579 pasó por el Pacífico, y a la noticia de haberse divisado cinco buques, se organizó en Guatemala una expedición de tres navíos y una lancha, armados con cinco piezas de artillería que se fundieron en el país, suficiente pólvora, una cantidad de mosquetes y 200 soldados, cuyo mando se confió al capitán Diego de Herrera. Esa expedición llegó hasta Acapulco, sin dar alcance a Drake.

En 1586, el pirata reapareció frente al puerto de Acajutla, y con tal motivo se alistó en Guatemala una fuerza compuesta de cien jinetes, 200 arcabuceros y 300 piqueros, acantonándose en Sonsonate otra fuerza de 600 soldados y 800 indígenas al mando del capitán Francisco de Santiago; pero Drake no desembarcó, aunque se cree que su guarida la tenía en la Isla del Tigre, en el Golfo de Fonseca.

En enero de 1579, el pirata inglés William Parker saqueó e incendió Trujillo (Honduras) y, en 1582, otros llegaron a Realejo (Nicaragua), donde el gobernador Silvestre de Espina se aprestó a la defensa. No desembarcaron.

Tres años después, una partida de bucaneros, en cuatro navíos, invadió la costa de Honduras. Robaron e incendiaron Puerto Cortés; treinta de ellos avanzaron hacia San Pedro Sula, pero fueron derrotados. Algunos murieron y otros fueron hechos prisioneros.

En 1600, la escuadra de Parker llegó a Puerto Cortés. Sin embargo, fueron expulsados por la guardia. En la misma época, corsarios invadieron Costa Rica y Nicaragua por los ríos Suerre (Matina) y San Juan.

Ataques en Santo Tomás

En 1606, los piratas llegaron a Santo Tomás de Castilla en dos naves, un patache y cuatro lanchas, y atacaron dos naves y un patache nacionales. Un año más tarde, Santo Tomás fue sorprendido por mil piratas holandeses que pertenecían al conde Mauricio de Nassau. La guarnición defensora, compuesta de 45 hombres y dos o tres cañones, hizo una resistencia enérgica. Lograron hundir una nave que se había guarecido al pie de la roca, y así se precipitó la fuga de los piratas.

En 1640, algunas partidas enemigas navegaron en el río Dulce, y en Nicaragua saquearon y arruinaron Matagalpa.

Unos años más tarde (1643), Santo Tomás volvió a ser invadido, pero el gobierno colonial solo envió un refuerzo de 12 mosquetes.

Los holandeses, en 1644, siguieron en sus correrías, y una de sus naves llegó a quedar varada en la entrada del Lago de Izabal, sin que la guarnición del fuertecito de Bustamante los dañara, porque solo disponían de un cañón.

Las Antillas y las Islas de la Bahía, frente a la costa de Honduras, constituían el cuartel general de los piratas. Los gobiernos coloniales de Guatemala, Cuba y Santo Domingo reunieron tropas y atacaron a los enemigos en el Caribe.

En La Habana, zarparon en 1650 cuatro navíos armados y pertrechados, pero no lograron tomar aquellas islas piratas. Se retiraron al quedarse sin pólvora y se dirigieron a Santo Tomás, donde reorganizaron sus fuerzas y se fueron de nuevo a Roatán. Ahí ya vencieron a los ingleses. Cesaron por algún tiempo las acciones de piratas. En 1686, el pirata Bartholomew Sharp apareció en Izabal con 21 piraguas que penetraron el lago para remontar el Polochic y llegar a la Verapaz.

Mientras Sharp hacía dicha incursión, otros amenazaban el puerto de Iztapa sobre el Pacífico, sembrando el temor entre los habitantes de Guatemala, haciéndose indispensable acuartelar tropas en Escuintla, que se pusieron al mando de don Melchor Mencos de Medrano.

En tanto, en 1737 se expulsaron a los piratas ingleses instalados en Belice, pero en 1746 volvieron a ocupar esa costa. España tuvo que tomar cartas en el asunto. Al efecto, el 10 de septiembre de 1798, el mariscal Arturo O’Neill atacó el fuerte de Saint George (Belice), pero los ingleses, que vivían preparados, resistieron al mando de su jefe Merlin el continuado ataque de las fuerzas españolas.

Nace el contrabando

La primera etapa de estos malhechores en las Américas sucedió entre 1530 y 1607, cuando España y Portugal monopolizaban el comercio de las zonas del Atlántico. Sin embargo, Inglaterra, Francia y Holanda —las potencias emergentes— también querían su porción. De esa cuenta, efectuaron expediciones ilegales y terminaron por apoderarse de varias islas, las cuales después sirvieron como base para saquear las costas atlánticas centroamericanas.

Así nació el contrabando. El historiador costarricense Juan Carlos Solórzano Fonseca indica que, para ese entonces, esos grupos eran conocidos como sea dogs (perros de mar), que eran comerciantes ingleses que practicaban la piratería y el corso —barcos con patente de su gobierno que les permitía asaltar embarcaciones enemigas; era una “legalización de la piratería”—, sobre todo entre 1560 y 1605.

Desde ese momento, España empezó a perder su poderío marítimo en las rutas americanas. “Resultaba difícil reunir barcos de guerra suficientes para escoltar la flota de Nueva España y los galeones a tierra firme. Las poblaciones costeras del Caribe y aún las del Pacífico quedaron expuestas a los ataques de corsarios y piratas. Fue una guerra constante, encubierta y de desgaste a que se vieron sometidas la población y la administración hispana“, consigna el también historiador Fernando Serrano Mangas en su artículo Auge y represión de la piratería en el Caribe (1650-1700), publicado por la Asociación para el Fomento de los Estudios Históricos en Centroamérica.

En ese período, ingleses, franceses y holandeses infestaron el Caribe. Una de las primeras bases piratas fue Isla Tortuga, al noroeste de La Española —actuales Haití y República Dominicana—.

“Al principio se dedicaban a apresar el ganado vacuno que se había propagado en La Española, cuya carne ahumaban y comerciaban con los barcos que pasaban por la Isla Tortuga”, escribe Solórzano Fonseca. En esa época, “boucan” significaba “carne ahumada” o “parrilla de madera”, por lo que quienes ejercían esa actividad fueron llamados boucaniers —en español “bucaneros”— y, con el tiempo, así se designó a los piratas franceses.

Después, los piratas empezaron a embarcarse en pequeñas piraguas, ocultándose en los esteros y bocas de los ríos a la espera de algún buque. En el momento oportuno, salían a su encuentro a toda vela. Lanzaban garfios, escalaban la cubierta, manejaban diestramente sus armas, degollaban a sus contrincantes y se apoderaban de su cargamento. Si asaltaban una población, lo hacían a sangre y fuego, violando, incendiando, recogiendo el valioso botín y huían enseguida en sus embarcaciones.

Pero, con la Paz de Westfallia en 1648, la actividad pirata se redujo. A partir de esa fecha, resultaba más rentable comerciar con los españoles mediante testaferros para enmascarar el tráfico de flotas y galeones. Pero, en mayo de 1655, una expedición inglesa auspiciada por Oliver Cromwell y comandada por Robert Venables, sin previa declaración de guerra, se apoderó de Jamaica. A ellos se les unieron dos mil 500 ingleses y otras cinco mil personas procedentes de Barbados. Con ese fuerte contingente, los saqueos se multiplicaron.

La potencia pirata también se dilucida en la obra Comercio y navegación entre España y las Indias en la época de los Habsburgos (1918), de Clarence Haring, donde enumera los saqueos que, entre 1655 y 1671, tuvieron lugar en Cumaná, Cumanagote, Maracaibo, Río del Hacha, Santa Marta, Portobelo, Chagres, Trujillo, Campeche y Santiago de Cuba, entre otros lugares.

De esa cuenta, se hicieron esfuerzos por crear fortificaciones en el Golfo Dulce (Lago de Izabal), ya que ese lugar era apetecido por los piratas. Por eso, en 1665 ya estaba terminado un bastión permanente: el Castillo de San Felipe de Lara.

El fuerte, sin embargo, solo sirvió para que los potenciales agresores trasladaran sus actividades a otras partes, principalmente en la desembocadura del río San Juan, pues ofrecía una vía hacia el interior de la provincia de Nicaragua. Tras el saqueo de Granada, en 1665 y 1670, hubo necesidad de construir obras defensivas en ese sector, y más aún cuando se enteraron del asalto de Henry Morgan a la ciudad de Panamá en 1672. Para mitigar el peligro se levantó el Castillo de la Inmaculada Concepción a finales de esa centuria.

Pese a ello, la actitud de los gobiernos británicos y franceses fue de total permisividad. Ejemplo de ello es el proceso que se siguió contra el pirata Bartholomew Sharp por haber robado en las costas chilenas y peruanas. El tribunal indicó que “no se habían de castigar aquí los delitos cometidos en el otro mundo”. Esa era una forma de encubrimiento. “El botín obtenido en las correrías desaparecía en los lupanares y casas de juego que pertenecían a las autoridades delegadas de Su Majestad. Los beneficios así obtenidos eran inmensos”, describe el documento de Serrano Mangas.

Ante los incontables problemas, la Corona española promulgó el 22 de febrero de 1674 las Ordenanzas sobre la organización del corso, las cuales permitían actuar militarmente contra saqueadores y enemigos.

A medida que avanzaba el siglo, sin embargo, los españoles dejaron en el abandono las fortalezas que habían edificado para proteger sus costas. De esa cuenta, las guarniciones y presidios de América se poblaron de elementos ruines, mal preparados para el combate y que, al menor síntoma de peligro, estaban dispuestos a abandonar su puesto. Los soldados, además, eran escasos. En 1682, por ejemplo, solo 843 efectivos defendían la zona del Istmo: 270 en Panamá, 248 en el Castillo de Santiago, 136 en el Castillo de San Felipe, 74 en la Guarnición de la ciudad, 14 en el Fuerte de San Gerónimo y 101 en el Castillo de San Lorenzo El Real.

Así las cosas, poco podían hacer ante un ataque de numerosos piratas, quienes iban armados con mosquetones o trabucos, dos pistoletes o herreruelos y machetes.

La milicia española, en tanto, ni siquiera tenía armamento suficiente y, además, recibía pagos con muchos retrasos, lo que provocaba malestar y revueltas. A quienes permanecían en el Castillo de San Felipe de Portobelo, en 1680, se les llegó a deber 22 meses de sueldo.

Así, pues, los defensores de una fortaleza no llegaban ni a la mitad de los necesarios para salir airosos en un combate, tenían poco armamento —y el que había era de mala calidad—, se les debía una paga y apenas tenían ropa encima. “Con estos elementos, se comprende el desánimo y el poco espíritu de lucha que tendrían cuando se enfrenaban a unos piratas armados hasta los dientes”, refiere Serrano Mangas.

Esta penosa situación se mantuvo hasta finales del siglo XVII. Las cosas cambiaron poco a partir de 1701, cuando la dinastía borbónica sustituyó a la austríaca. Desde Brest salieron dos escuadras con armas, municiones y asesores y oficiales que llegaron a Cartagena y Santa Marta. A Veracruz se remitieron también armas y personal especializado en ingeniería y artillería.

De esa forma, hubo más prisioneros. De hecho, cada vez que se capturaba enemigos, se preguntaba si entre ellos navegaban españoles —así se les denominaba tanto a los ibéricos como a los negros libres o esclavos, mulatos, indígenas y mestizos—. Estos se hacían piratas por varias razones: los esclavos, por ejemplo, huían en busca de libertad; otros habían sido tomados durante los asaltos y con el tiempo se acostumbraron a ese estilo de vida. Incluso, hay casos novelescos, como el de un oficial de la armada que “le fue forzoso huir porque preñó a una mujer en Cartagena”. Había, asimismo, desertores que antes defendían aquellos débiles castillos.

De estos últimos escribió el obispo de Puerto Rico en 1686: “Los pocos soldados que han quedado perecen de hambre y desnudez y como desesperados se van por esos montes y, temerosos del castigo que se les debe hacer por su fuga, se van en las embarcaciones primeras que llegan a estas costas y que las más de las veces son de enemigos”.

De cualquier forma, la actividad pirata continuó, y mucho se debió a la participación solapada de los propios ibéricos. Luego de los asaltos, por ejemplo, aparecían españoles. Una vez, piratas incursionaron en Panamá y se apoderaron de una gran cantidad de vino y harina. Cuando estaban descargando, llegó un barco español con bandera blanca. Cinco castellanos llegaron para comprar una buena cantidad de botijas de vino y se convino un trato. Sin problemas llegaron hasta tres veces. Tan familiares llegaron a ser que los piratas les llamaron “nuestros mercaderes”. Estos pagaron el precio del vino en plata y se fueron. Incluso, se documenta que compraron esclavos, a quienes llevaron a otra zona para que nadie los conociera. “Las mismas colonias españolas eran los principales clientes”, dice en el documento Presencia peligrosa: Piratas, corsarios y filibusteros en Centroamérica (2013), de Elizabeth Montanez-Sanabria.

Las incursiones piratas en América cesaron a finales del siglo XVIII.

Fuentes de información:

Academia de Geografía e Historia de Guatemala y Asociación para el Fomento de los Estudios Históricos en Centroamérica, donde se consultaron los títulos Presencia peligrosa: Piratas, corsarios y filibusteros en Centroamérica (2013), de Elizabeth Montanez-Sanabria; La incursión del pirata Edward Mansvelt en Costa Rica y sus consecuencias en las poblaciones indígenas en el Caribe y llanuras del norte (2013), de Juan Carlos Solórzano F.; Auge y represión de la piratería en el Caribe (1650-1700), de Fernando Serrano Mangas.

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