Escenario

Semblanza de Jacobo Rodríguez

Allá, en París, habita un pintor guatemalteco que ronda los 88 años de edad.

Su cuerpo —dicen quienes lo conocen— todavía delata a un hombre acostumbrado a dominar el puntero, el cincel y los pinceles para domeñar la plástica, y que su rostro conserva una mirada agudísima.

Visto así—un pintor, en París— podría parecer como si este fuera un apunte trasnochado y en desuso sobre un romántico artista que habita allende la otrora ciudad luz. Mas la vida de este artista, Juan Jacobo Rodríguez Padilla, no ha sido forjada en los cursis fuegos del romanticismo. Al contrario, dicen que es un hombre con los pies bien puestos sobre la tierra. Un hombre, un pintor, no un cuervo vanidoso disfrazado de garza acomplejada en París.

Su historia familiar tiene sesgos bastante trágicos. Por ejemplo, a su padre, el maestro Rafael Rodríguez Padilla, autor del monumento a Lorenzo Montúfar aún instalado en la Avenida de La Reforma, lo mataron de un tiro en la cabeza, en la década de 1920, por sus ideas políticas. A su hermana, Fantina, madre del conocido y fallecido artista Zipacná de León, los paramilitares la desaparecieron en 1970; su cuñado, Adalberto de León, padre de Zipacná, con quien Jacobo llegó a París en 1953, se suicidó”en el parque De Vincent en un frío otoño del 57″, como lo describe el escritor y académico Jaime Barrios Carrillo.

Jacobo Rodríguez Padilla, un hombre forjado a cincelazos, salió de Guatemala cuando tenía 30 años. Llegó junto con Eduardo y Adalberto de León. Los tres habían ganado una beca para estudiar arte. Jacobo se inscribió en la Grande Chaumière y en la Escuela Superior de Bellas Artes de París —así se lo explica el artista a Marlon Meza Teni, quien lo entrevistó en su estudio, en el 2008—. Pero la contrarrevolución, lanzada por el gobierno de Estados Unidos en contra de nuestro país, derrocó a Jacobo Árbenz y fueron suprimidas las becas. En consecuencia, Jacobo Rodríguez y sus compañeros se quedaron exiliados en París. Con el tiempo, viajó a México, en donde se instaló durante 17 años. En ese país se desarrolló como muralista. Suyo es un friso que se encuentra en el Museo Nacional de Antropología e Historia de México. Regresó a París, en donde vive desde hace 40 años. Hoy podría entonar las líneas de este bello himno, junto a su autor, Huidobro: “Me he sentado a cantar/ sobre la cumbre mojada de ternuras y violencias/ en donde empieza el aire de la eternidad…”.

La eternidad, sí, la eternidad. Mas cada vez que aparece un ministro alardeando de nuestros artistas y repartiendo diplomas, quienes valoramos a creadores consagrados como Jacobo Rodríguez Padilla no podemos sentir sino repugnancia de la acción burocrática. En efecto, asesores de ministros, ministros y educadores universitarios desoyen los llamados a revalorizar a los más grandes artistas vivos. Se quedan cortos. No indagan, ni siquiera tienen tiempo para desagraviar a aquellos que Guatemala lanzó al extranjero y que han sufrido un exilio atroz, porque, aun cuando echen raíces fuera, jamás reverdecen tranquilos, pues, ya se sabe, el ombligo no sale de la tierra.

Algún día —tal como nos sucederá a todos—, visitará Doña Muerte a los grandes artistas nuestros que aún andan por el mundo. Y saludará también al pintor en su taller. Entonces, la corbata negra de los gobernantes aparecerá en las fotografías, anudada bajo su rostro de plañideras mal pagadas.

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