“!Oye caserita, mira cómo vengo: traigo mango, piña y plátano suave y fresco pa ti!”, entona otro vendedor en una barriada donde vecinos comentaron que esos cantos fueron típicos en los años antes de la revolución de 1959, cuando el comercio callejero era uno de los sellos de la bulliciosa ciudad.
Tras la revolución, la venta ambulante fue prohibida por largos periodos y cargó con el estigma de ser una puerta abierta para el mercado negro y los vendedores ilegales. En la década del sesenta desapareció, cuando el Gobierno revolucionario eliminó los pequeños negocios; en los noventa proliferó con la nueva autorización del trabajo privado, y en los últimos tres años, tras las nuevas medidas económicas del presidente Raúl Castro para “actualizar” el socialismo cubano, ha vuelto a florecer.
Durante años, muchos de los vendedores en las calles eran discapacitados físicos que tenían autorización para ofertar productos artesanales en parques y portales. En varias ocasiones las autoridades informaron de redadas porque personas “inescrupulosas” utilizaban a los autorizados para vender sus productos ilegales.
En la actualidad el listado oficial de actividades permitidas al sector privado incluye la venta “ambulatoria” de comida, bebidas no alcohólicas y productos agrícolas, aunque también se está admitiendo la de “artículos varios” para el hogar. Por las calles se dejan ver ahora los típicos comerciantes de cucuruchos de maní (cacahuete), a los que se han sumado los de churros, helado, pan, tamales, productos de limpieza, cazuelas, exprimidores de cítricos, cubos, cafeteras, coladores.
Trabajan empujando pequeños carros de mercancía, sobre bicicletas con vitrinas de cristal y neveras para la comida, o cargando sus artículos en bolsos o sobre la espalda.
“Es igual que antes de la revolución, vas pregonando toda la mercancía, día tras día”, dijo Lázaro Rodríguez, un jubilado de 70 años que en su adolescencia trabajó como vendedor callejero y ha vuelto al oficio con licencia de “carretillero”.
Rodríguez, quien durante décadas administró bodegas estatales, explicó que el negocio “da para vivir normalmente, sin lujos” y opinó que lo más incómodo son los inspectores.
Los “carretilleros” impulsan carretones de frutas, viandas y vegetales por las barriadas, con paradas a la sombra, y quizás sean los más conocidos y polémicos de todos los ambulantes.
Según datos oficiales de 2012, la urbe tenía más de 3 mil 200 de esos vendedores, inicialmente muy criticados por sus precios, por obstruir el paso en las avenidas y hasta por “afear” la ciudad.
Las autoridades de Trabajo de La Habana informaron entonces sobre reuniones con ellos para “promover orden y disciplina” en su gestión.
Por otra parte, a inicios de este año las autoridades de Salud Pública anunciaron asimismo medidas con los vendedores en general, y dijeron que serían “exigentes” con esos que entran a las instalaciones médicas ofertando desde alimentos hasta celulares.
Pero los comerciantes ambulantes de La Habana también venden servicios, y hasta compran.
Por ejemplo, están los reparadores de todo tipo de artefactos -como colchones, cocinas y ventiladores- y los que se ofrecen para comprar a buen precio frascos vacíos de perfumes “de marca”, botellas, relojes rotos, u oro.
“¡Se compra cualquier pedacito de oro!”, es el sorpresivo pregón que apareció un día en la ciudad, y que se ha convertido en frase popular y motivo de broma entre muchos cubanos.
La legalidad de esa y otras prácticas está en tela de juicio, y a algunos ambulantes se les considera “revendedores ilegales”.
El paisaje lo completan algunos vendedores de paso que se ubican en portales y esquinas con objetos de uso (zapatos, juguetes, libros, artículos de ferretería), y que en su mayoría son jubilados que buscan algún ingreso extra.