Estrenada a principios de mayo del 2011, la pieza dio de qué hablar en aquel momento. Seis violines y cinco violas. Ninguno de los músicos puede emplear la mano izquierda; es decir, dependen enteramente de los golpes de arco y
de una afinación especial para cada instrumento, a fin de disponer de una gama de notas que normalmente se obtendrían con los dedos. Hacia el final de la pieza interviene un “violín espectral” que sí toca de manera ordinaria, aunque “fantasmalmente”, en el fondo del escenario. La aparición de este simboliza la historia y las peripecias de un famoso violinista, quien —en palabras de Orellana— “mutilado y muerto, pide un homenaje, reclama una memoria y se hace metáfora por metamorfosis”. Sucede que le han cortado la mano izquierda (en desprecio por su virtuosismo como intérprete) cuando ha demostrado que, de todos modos, puede tocar de modo magistral aunque utilice únicamente la derecha.
La grabación se ha realizado con 11 jóvenes ejecutantes, bajo la dirección del autor. La liberalidad de varias personas —personas entendidas de la importancia de estos proyectos— ha permitido costear la producción. El resultado es un testimonio relevante e interesante para la música de cualquier parte del mundo. La extraña sonoridad de una desusada combinación de cuerdas al aire, la forzada repartición de la línea melódica entre varios instrumentos, la necesidad de técnicas extendidas de arco, el relato de un artista imaginado y su macabra suerte
todo pinta para un “insolitismo”, tal como lo apoda Orellana. Encima, dice con cierta ironía: “La obra es contingente, pudo existir o no existir”.
Pero existe. La partitura y, ahora, una primera grabación. Un nuevo referente de la nueva música guatemalteca, de un siempre nuevo Joaquín Orellana.
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