“Señor, haz que como se abre ese portón para dejarme entrar, no se abra nunca más para dejarme salir”, pidió la religiosa el día que llegó al convento, a los 17 años, sin saber qué le esperaba. Chinchilla compartió vía telefónica sus experiencias en San Petersburgo, Rusia, a donde su misión la llevó a ser eslabón fundamental de un hogar que atiende a unas 50 madres solteras y a sus hijos que pasan por apremios. Les prodiga ayuda material y espiritual, y afecto.
¿Qué la llevó a convertirse en monja?
Vengo de una familia numerosa, y siempre he sido de carácter alegre e independiente. Me gustaba ir a fiestas con amigos y amigas; era líder del grupo, y me gustaba tener novios. Si a los 15 años me hubieran dicho que sería monja, me hubiera reído. Le decía a mi mamá que quería tener una familia con muchos hijos, como ella, pero mi vida cambió a los 16 años, a principios de la década de 1980, cuando trabajaba en la parroquia de mi localidad.
La hermana superiora de Santa Elena, Petén, llegó a El Chal para invitarme a conocer el orfelinato del convento, donde se atendía a huérfanos y viudas del conflicto armado interno. Aunque evadía la invitación, al final me convenció. Pasé un año en el convento de las Hermanas Dominicas Misioneras de San Sisto, en la zona 18, como novicia, y luego me enviaron a Italia, donde tomé el hábito año y medio después.
¿Cómo llegó a Rusia?
Cuando terminé mis estudios de Teología en Italia, tenía que seguir mi misión, y me enviaron a Rusia. Al principio me asusté mucho, porque no sabía nada de ese país. En Roma asistí junto a otras monjas y frailes durante dos meses a un curso acelerado de idioma ruso.
¿Cuáles fueron sus primeras impresiones?
Llegué en 1993, y al principio fueron días tristes, porque la gente no se comunicaba con extranjeros, puesto que habían pasado pocos años desde la desintegración de la Unión Soviética. Los rusos no estaban acostumbrados, porque durante el comunismo tenían prohibido hablar con ellos. Para mí, fue difícil, porque soy muy sociable. Los rusos me miraban con extrañeza, y yo me preguntaba qué pecado tan grande había cometido para terminar así.
¿Cómo se comportaban los rusos con usted?
Nos miraban con sospechas, porque fui una de las primeras monjas que llegaron a Rusia. La gente nos preguntaba en la calle si éramos actrices. Encontramos en ruinas la iglesia católica de Santa Catalina, la primera en ese país, y que se terminó de construir en 1783, porque el comunismo la utilizó como depósito de armamento. Se devolvió a los fieles en 1992, y su reconstrucción finalizó hace tres años. Hace pocos días, el Papa la proclamó basílica.
¿A qué se dedicaba en su misión?
Empecé a impartir catequesis a unos 45 niños. Los preparaba para el bautizo y para la primera comunión. Estuvieron conmigo nueve o 10 años. Ahí fui conociendo al pueblo ruso, y he comprendido, después de tantos años, que es muy abierto y muy acogedor. Si tú les das el corazón, ellos te dan alma; pero hay que ser sinceros, humildes y respetuosos. La humildad es una de las llaves que ayuda a abrir las puertas, no la soberbia. He aprendido que aquello que te hace sufrir lo terminas amando. Pero el secreto más grande es no proclamar la fe, sino vivirla.
¿Ahora sirve en Cáritas?
El proyecto, que se fundó hace 10 años, se llama Ditia i Mat (Hijos y Madre), y ayudamos a madres solteras y a sus hijos de escasos recursos. Es un trabajo bastante duro, porque se atiende a mujeres drogadictas o con problemas psicológicos. Los primeros años eran difíciles, porque miraba la necesidad de las mamás, que me pedían un pedazo de pan.
Un caso que me estremeció profundamente fue el de una mamá angustiada que vino con su hijo recién nacido, moribundo por la desnutrición, y que falleció poco después. No me avergüenza decir que lloré junto a ella. Fue una experiencia que cambió algo dentro de mí. Una cosa es leer lo que pasa en el mundo y otra es vivirlo. Mi lema es ayudar, amar, aceptar, no juzgar y acoger a quien tenga necesidad de ser escuchado, y hacer obediencia hasta que Dios así lo decida.
¿En qué consiste su labor?
Me encargo de la parte espiritual y hago manualidades para venderlas y recaudar fondos para alimentos, vitaminas y pañales desechables, porque aquí por el frío no se pueden usar de tela. También les enseño a las mamás a coser, dibujar y arreglar ropa; preparo el almuerzo y busco donadores.
¿Es difícil ser religiosa católica en un país con predominio ortodoxo?
Poco a poco la gente se dio cuenta de que nos dedicamos a hacer el bien, y comenzaron a acercarse personas caritativas que nos ayudan. Hemos compartido con ortodoxos, y nunca hemos tenido problemas. Al contrario, cuando tuvimos una pequeña escuela de párvulos, asistían niños de sacerdotes ortodoxos. Ellos me agradecen el servicio que hago con las familias. Es algo muy bello compartir sin importar la religión, el origen o la nacionalidad. Acogemos a toda madre, ya sea ortodoxa, hebrea, musulmana o católica.
¿Cuál ha sido su mayor reto de estos 20 años?
El invierno largo, porque siento la necesidad del calor. Aquí difícilmente se ve el sol, y de octubre hasta enero comienza a aclarar a las 9 horas y a las 15.30 horas oscurece. Esa oscuridad me entristece, pero lo he ido superando. A las mamás les cuento de dónde vengo, y se maravillan; pero al mismo tiempo dicen que es un gran sacrificio dejar una tierra tan bella y llena de sol, y vivir aquí donde hay frío y nieve. Pero ese es el centro de la vida religiosa, siempre que hay un problema que enfrentar, y si este no es feo, difícilmente se puede superar.
Perfil
Sor Isabel Chinchilla Lorenzana nació en San Luis Los Llanos, Chiquimulilla, Santa Rosa, el 2 de junio de 1965.
A los 12 años emigró con su familia a El Chal, Dolores, Petén, donde estudió la primaria.
Cursó la educación secundaria en Casa Central, zona 1.
Entró en 1983 en el convento de las Hermanas Dominicas Misioneras de San Sisto, en la zona 18.
En 1983 tomó el hábito en Roma, Italia, donde en 1991 concluyó la carrera de Magisterio, en el Instituto Guglielmo Grazzi.
Concluyó sus estudios de Teología en el Instituto de Ciencia Religiosa de Grotta Ferrata, San Vicenzo de Pallotini, en Italia.
Llegó a San Petersburgo, Rusia, como misionera, el 18 de julio de 1993.
Cumplió el año pasado 20 años de misión en esa ciudad rusa, y 25 de votos.