Llegar a los 15 años
Gabriela esperaba todos los días a que su madre, Mirna Elizabeth Galvez, 38, regresara de la escuela donde impartía clases. Cuando escuchaba que tocaban tres veces seguidas la puerta principal gritaba: “¡Mami!”, corría y la abrazaba. Eran el ritual diario entre madre e hija.
Mirna era más conocida como Bety, la maestra. Daba clases en la escuela de una aldea a 20 minutos de San Martin Jilotepeque.
El lunes recién pasado, Bety tenía cita con el médico en Chimaltenango. Antes de salir, dudó de si llevaba a Gabriela con ella, pero decidió dejarla con la abuela, María de Jesús Valdez, 77.
Según contaron vecinos, Bety estuvo a punto de perder el bus. “Ella corrió al bus, gritó que la esperaran. Ojalá la hubieran dejado; ella estaría con nosotras”, dice María de Jesús.
Bety era madre soltera; cada tarde enseñaba a leer y escribir a su hija. Los fines de semana daba catequesis a niños y jóvenes.
El día del accidente, el padre de Bety, Miguel Ángel Gálvez, 83, llamó a su celular en varias ocasiones, sin obtener respuesta.
Cuando pasaron las horas, el miedo se convirtió en angustia y después en dolor, cuando un vecino les confirmó que Bety había muerto. “Fue algo muy duro. Mi hija…”, dice Galvez, quien deja de hablar para tomar fuerza y no llorar frente a Gabriela.
Bety era el sustento económico de la familia. Sus padres ya no pueden trabajar, pero ahora les queda la responsabilidad de educar a Gabriela.
“Mi hija quería que mi nieta entrara en la escuela el próximo año. Esa era una de sus metas. Tenemos que cumplirla”, afirma Valdez, cuyo sueño ahora es llegar a vivir la celebración de 15 años de Gabriela, como quería su hija. “Necesitamos vida para que eso pase. Espero estar para verla”, expresa Galvez, que para ese entonces tendría 95 años.
Vecinos mostraron su preocupación porque nadie más vela económicamente por ellos.
“Solo recibirán lo del seguro por la muerte de Bety, pero ellos —los abuelos— no pueden trabajar y no tienen a nadie más”, asegura una vecina.
Gabriela no llora. Pregunta cuándo llegará su mamá. Juega a ser maestra con amiguitas que llegan a visitarla por la tarde.
El número 34
María Clara Siquín Castellanos, 30, debía estar a las 8 horas en Chimaltenango.
Había trámites del colegio Bilingüe Intercultural, donde trabajaba, que debía hacer en las oficinas del Ministerio de Educación. Ella era contadora general del colegio y recién había regresado a su trabajo, tres meses después de haber dado a luz a su tercera hija, Daniela.
“Ella dudo si llevaba o no llevaba a la bebé. Le dije que no, que mejor la dejara, pero insistió, y en el último momento, se arrepintió. Si no, ella tampoco estaría con nosotros”, dice Felipa Castellanos, madre de María Clara, quien tenía tres hijas: Doris, 4; Astrid, 2; y Daniela, de meses.
Compañeros y familiares la recuerdan como una mujer laboriosa y dedicada.
“Ella trataba de no descuidar a sus hijas y, cuando podía, las llevaba al trabajo”, dice su hermano Edelberto Siquín.
“Ella era muy alegre, bromista, no dejaba de hablar, siempre platicaba. Nos quedamos con su recuerdo”, agrega Edelberto.
Después de la muerte de María Clara, sus hijas no son las mismas: Doris, la mayor, está callada. Sostiene la foto, pero no pregunta ni da señales de dolor, tampoco de alegría. Está como ausente, cuenta Edelberto.
Astrid llora todo el tiempo, llama a su madre, la quiere ver. “Nosotros le decimos que está durmiendo y que hay que dejarla descansar”, cuenta doña Felipa, mientras se esfuerza por no llorar.
Eran las 7 horas cuando María Clara salió de su casa, corriendo, para tomar el bus. Tenía que llegar a tiempo. Edelberto dice que se enteró del accidente por Twitter.
“Mi jefe me dijo que había un gran accidente en San Martín Jilotepeque y pensé en mi hermano Máximo”, expresó.
Máximo se enteró por la radio del accidente. Él había viajado de San Martín Jilotepeque a Chimaltenango, a las 7 horas. “Cuando escuchamos la noticia, nos pusimos a llorar con un compañero, porque sabíamos que iba a haber conocidos entre los muertos”, dijo Máximo, quien al llegar al lugar le dijeron que su hermana no respondía el teléfono. Entonces fue a buscarla. Un vecino le dijo que viera el cuerpo número 34: “Dije voy por el cadáver 34. Era ella, mi hermanita”.
Un matrimonio de 9 días
Berta tenía seis meses de embarazo. César tenía grandes esperanzas, pues empezaría en un nuevo trabajo. Ambos iniciarían
una vida juntos en una casa que habían alquilado en la colonia Ciudad Satélite, Mixco. El plan era viajar el domingo 8 de septiembre.
Habían acordado el flete para llevar sus pertenencias de San Martín Jilotepeque a Mixco, pero la persona que contrataron no llegó.
Decidieron que viajarían sólo con ropa y, al día siguiente, César regresaría con otro fletero para trasladar todas sus pertenencias.
Berta debía regresar el lunes a su trabajo, era empleada doméstica en una casa de la capital. Le habían otorgado ocho días de vacaciones por
su matrimonio. César y Berta se casaron el 31 de agosto en San Martín Jilotepeque. “Hubo fiesta, comida, fue muy alegre. Bailamos y nos reímos, fuimos felices”, dice la hermana de Berta, Catalina Guerra.
Afirma que su hermana lucía hermosa el día de su boda. “Eramos felices porque, después de ocho años de noviazgo, se casaron. Ella esperó a que él se fuera tres años a EE. UU., y volvió”, cuenta Catalina. Berta trabajó por siete años como empleada doméstica en la capital. El día del accidente, su jefe
escuchó en la radio que había muertos y heridos.
Él sabía que Berta vivía en San Martín Jilotepeque. Entonces llamó a su casa y preguntó si ella ya había llegado; le dijeron que no.
Después llamó a la familia de Berta para preguntarles si sabían algo de ella, si les había hablado. Le dijeron que no.
Los familiares de Berta viajaron hasta el lugar del accidente. Catalina recordó entonces que años antes Berta también viajaba en un bus que se accidentó
en el mismo lugar. “Esa vez me llamó riendo. Me contó que se había accidentado, pero que estaba bien. Yo pensé que bromeaba, pero
me dijo que no, que no había dejado que se la llevaran los bomberos”, relató Catalina. “El lunes yo esperaba que estuviera
bien, porque esperaba a su hijo: Ariel”, agregó.
El último viaje de Josefina
Josefina Zet era la única mujer en San Martin Jilotepeque que conducía autobús y camión. Era admirada por eso. Los
jueves y sabádos conducía el recorrido de 15 kilómetros que separa a San Martín Jilotepeque con la aldea Chipastor. No había tenido un solo accidente en sus más de 10 años de experiencia. Siempre ayudaba a las personas a llevar sus productos de las aldeas al pueblo para que los vendieran.
Les daba “jalón”. El camino hacia la aldea no está asfaltado y hay tramos tan estrechos que es difícil transitar. Sin embargo,
Josefina lo hacía con pericia y prudencia. Había empezado a conducir cuando tenía 21 años. Ella trabajaba en la Dirección Departamental
de Educación, pero dejó el empleo al tener a su hijo Darlin.
El papá del niño emigró a Estados Unidos. Cuando el pequeño tenía seis meses, decidió aprender a conducir. Después de unos años logró comprar
un microbús, y después, un autobús. Entre semana vendía ropa usada en el pueblo.
“Ella iba a comprar ropa usada a Chimaltenango para vender en el pueblo. Allí tenía su negocio, que veía cuando no manejaba”, cuenta
María Teresa Sutuj, vecina de Josefina.
Darlin tenía 10 años. Acompañaba a su mamá a Chimaltenango. Salieron temprano y esperaron un bus vacío. Josefina llevaba Q5 mil para
invertir en ropa. En el bus también viajaba la hermana de Josefina, Ofelia y sus dos hijos, Veronica y Alexánder. También Rogelia, madre
de Josefina. La familia Zet perdió a seis integrantes en el accidente.