Velásquez fue condenada la primera vez a 30 años por causarle la muerte a su hija, pero logró que le fuera anulada la sentencia. En un segundo juicio fue condenada a 50 años por el mismo hecho.
Según la investigación, el 28 julio del 2010, Velásquez llamó a su hija Alyssa Karolina Cruz Velásquez, de 9 años, para desayunar y le colocó veneno en la comida.
Ese día la nena se sentó a comer un pan con queso crema y un batido con un suplemento vitamínico. Según el testimonio de la mujer, la pequeña dijo que se sentía mal, se desmayó y se le puso la boca morada, sacando flema.
Alyssa fue llevada a un sanatorio, pero a su llegada ya no tenía signos vitales. El examen forense descubrió Methomyl, un plaguicida industrial.
El Ministerio Público encontró el veneno, junto a dos de otra clase, en la casa de Carolina Velásquez.
La Sala Primera de Apelaciones aceptó la petición de anular el juicio y celebrar uno nuevo de acuerdo a la solicitud de la defensa. No obstante, el Ministerio Público accionó a través de una casación en la Cámara Penal de la Corte Suprema de Justicia, para evitar que sea anulada la sentencia.
La Cámara Penal escuchó este lunes la audiencia de la defensa que pide que se confirme la anulación de la sentencia y que se realice el tercer juicio para comprobar la inocencia de la mujer.
¿Quién era Alyssa?
La favorita de todas las princesas de Alyssa era “La bella durmiente”. Ella era rubia, delgada como la última muñeca que su padre le regaló dos días antes de morir.
¡Tú sos mi príncipe!, solía encarar a su padre con sus ojos verdes, con cierto aire de posesión y exclusividad. Ella era hija de padres divorciados, solía verlo poco debido a las constantes peleas entre la pareja.
Al igual que las 12 hadas repartieron sus dones a la bella durmiente, las declaraciones de los testigos contenidas en el expediente describen a Alissa como cariñosa, inteligente, con sentido del humor y entusiasta.
Estaba por hacer un viaje en crucero junto a su padre. Hablaba inglés y había aprendido a decir sus primeras frases en Kaqchiquel. Como toda princesa moderna, le preocupaba documentar todo cuanto tuviera que ver con perros, gatos y hámsters. Con una cámara de video entrevistaba a su padre.
Al igual que a una princesa regida por lo que dicta la etiqueta, la horrorizaba que alguien hablar con la boca llena o comiera con las manos. Pero todas esas reglas se esfumaron cuando tenía frente a sí una pizza; era capaz de devorarla sin miramientos, o cuando algo le causaba gracia, sus melodiosas carcajadas se escuchaban en los corredores del colegio.
También olvidaba la compostura con los primeros acordes del twist and shout de los Beatles que ponía una y otra vez en el auto de su padre.
Lloró desconsoladamente el día en que vendieron el primer auto de la familia, que tenía un hoyo en el suelo.