Guatemala

La pesadilla de Hobbes

La esperanza de vida de los guatemaltecos de 1980 era de 57 años. Ya firmada la paz, la media empezó a rondar los 70. Si durante la guerra era difícil llegar a viejo, nuestra extraña democracia no deja que la juventud, base productiva y futuro nacional a secas, rebase la treintena; más o menos la expectativa vital de los neandertales.

Hecho de violencia en Guatemala. (Foto Prensa Libre: Archivo)

Hecho de violencia en Guatemala. (Foto Prensa Libre: Archivo)

El salvajismo normalizado

Si alguien ignora la magnitud de la violencia que nos acosa, tiene suerte, o se halla en una burbuja, o de plano el peligro importa un comino. De ser así, este ejemplo ayudará a entender que estamos muy lejos de lo humanamente aceptable. Según el Instituto Nacional de Ciencias Forenses, entre 2008 y julio de 2012, han muerto violentamente 27 mil 461 personas, lo que equivale a ocupar cada uno de los asientos, incluido el campo de fútbol, del Estadio Mateo Flores. Un cementerio abarrotado con rencor sistemático. Conscientes o no del riesgo, cualquiera podría ir a parar allí.

La esperanza de vida de los guatemaltecos de 1980 era de 57 años. Ya firmada la paz, la media empezó a rondar los 70. Si durante la guerra era difícil llegar a viejo, nuestra extraña democracia no deja que la juventud, base productiva y futuro nacional a secas, rebase la treintena; más o menos la expectativa vital de los neandertales.

27 mil 461 inmolados en casi cuatro años es muchísima y apabullante muerte.

¿Son fiables estos números? El economista Carlos Mendoza, que tiene un diploma por la Universidad de Stanford, alimenta dos blogs en los que hace un seguimiento de las tasas de homicidios. Frente a las discrepancias que hay entre los datos archivados por la PNC y el trabajo reportado diariamente por los médicos forenses, explica que las necropcias «siempre van arriba de los datos de la Policía Nacional Civil, en parte porque no discriminan entre suicidios y accidentes. En esta época es muy difícil esconder cadáveres, así que no creo que las cifras sean manipuladas. Lo que varía son los criterios de clasificación y la terminología.»

En el lío de las fuentes, elijo la memoria de los hombres de impermeable celeste; al fin y al cabo, formulan un dato crudo: cadáver que entra a la morgue, cadáver que se abre y se anota para vergüenza del país. Por sus manos pasa la constatación física de la violencia. Además, intentan mantenerse actualizados. En mayo del año pasado, a raíz de la narcomasacre de veintisiete campesinos en El Petén, que dejó un reguero de cabezas, tacharon la casilla «Otras causas», e inauguraron la columna «Decapitación», que pronto quedó obsoleta: hace siete meses, tuvieron que volver a cuadrar las posibilidades bajo el rótulo «Seccionamiento corporal (decapitación y/o desmembramiento)». Aún así, no disponemos de un apartado dedicado a los linchamientos. De acuerdo a la Procuraduría de los Derechos Humanos, en 2004 murieron linchadas 4 personas; en 2005: 18; en 2006: 22; en 2007: 20; en 2008: 18; en 2009: 43; en 2010: 44; en 2011: 51. La docena que lleva 2012 engrosa ese catálogo de desventurados que sucumbieron torturados, lapidados, ahorcados, carbonizados, o todo a la vez, en medio de la algarabía popular. Hagamos cuentas y comparémonos con algunas estadísticas del Tuskegee Institute: en menos de una década, Guatemala suma 232 casos con desenlace fatal; 59 menos que el número de negros linchados en los años 20 en Estados Unidos, y 200 más que los linchados en el período 1940-1950, bajo los gobiernos de Franklin D. Roosevelt y Harry Truman.

¿Es normal esta atmósfera desquiciada? Si los jóvenes saltan de la pubertad a la sepultura, los niños son sacrificados en cuantías bárbaras; encarnan los escabrosos «daños colaterales». Una bala perdida encontró a Diego Chic, de 5 años; inventaba un nuevo mundo inmerso en sus juguetes. Esta muerte, fechada en enero pasado, es, para el gran angular de la sociedad, una anécdota al igual que las tragedias de Julián Oswaldo Cancinos y Juan Carlos Guex, de 10 y 7 años, que murieron baleados. Las mujeres tampoco están a salvo. A la psicopatía que define la criminalidad guatemalteca, hay que añadir los sadismos sexuales, una descomposición que congrega misóginos que recorren calles y avenidas con el propósito de cazar mujeres, raptarlas y violarlas en grupo. Una vez saciados, puede que las maten o puede que las dejen tiradas como basura, y ellas temiendo un embarazo, una enfermedad, el rechazo de los suyos. De tener el valor para denunciarlos, es posible que la justicia las defraude si no logra precisar a qué acusado pertenece cada muestra de semen.

Un paréntesis: las carreteras guatemaltecas expelen difuntos que bocinaron a la persona equivoca, que no se apuraron, que dieron envidia o miraron de mala manera por el retrovisor; una recapitulación luctuosa de choferes, de ayudantes, de taxistas, de muchachas que iban solas. Como si los asaltantes ronronearan sus motos en medio del ganado, y los carros y autobuses partieran rumbo al matadero.

Sabemos que la primera década del siglo XXI amontonó 5 mil 200 asesinatos de mujeres. Una saña que no parece aplacarse en los próximos años si recordamos que en 2011, hubo 711 crímenes, y que 2012 presenta otros 340 casos. Algo espantoso está pasando. ¿Es que ya lo hemos visto todo y nuestra piel se mudó al cuero de las bestias? Desayunamos, almorzamos y cenamos frente a una pantalla que nos salpica de sangre. Hasta en la prensa estamos echando mano, con más tinta de la deseable, de los verbos ultimar y eliminar. El gastado acribillar ya no conmueve: damos por hecho que se ha de morir con la carne agujereada. Y se logra la hazaña cotidiana de informar de hasta diez crímenes en un solo párrafo, que los lectores ojean, mentalizados de que así es la vida, cuando en realidad sueñan la pesadilla de Hobbes.

Nuestra piel es dura, durísima, hasta que la desgracia se personaliza.

¿Aló, está la señora Leonor Escobar?

—Villa Nueva se arruinó.

—¿Usted cree?

—Sí, lástima.

Y la conversación vuelve a enfriarse. Leonor Escobar es pequeña y está en la liga de las madres coraje; lo necesario para no quitar el hombro a una familia que perdió al padre, a un hijo, que emigró, dos hijas en la treintena, desempleadas, que soportan su divorcio y soltería bajo un mismo techo; una adolescente y un niño que la llaman abuela y que de mayores anhelan con irse a estudiar al extranjero. Leonor no quiere hablar más, y está bien, ya fue suficiente: que el billar arrendado da lo justo, que el nieto recibió una dura reprimenda porque, harto del hostigamiento escolar, le clavó el lápiz a un compañero. Los profesores se alborotaron tomando partido por el escarmentado. Temían el desquite de sus hermanos mayores, de profesión mareros.

Leonor y su familia viven en un valle que hace décadas era soleado y tranquilo. Ahora es un avispero decadente, plagado de charcos, alcohólicos y rabiosas pintas con aerosol; día y noche, una plantación de chantajistas intercala asaltos y expolios. «Deje eso», comenta un vecino, «Lo peor es el reggaeton, que nos tiene locos.» Habiendo dado la pelea para la instalación de la red telefónica, la colonia consiguió su sueño de progreso: comprar un aparato y colocarlo en una mesita kitsch con fotos y bordados, llamando como ermitaños bendecidos por la rueda o el tren de vapor. No se imaginaron que, años más tarde, esa alegría iba a convertirse en un nudo en la garganta que los forzaría a arrancar el teléfono por los cables.

—Es mejor comprar un celular de tarjeta.

—¿Y no van a localizarla allí? —le pregunto.

—Ah sí, pero mientras averiguan el número…

Después de la Biblia, la guía telefónica es el otro libro de lectura obligada en las cárceles de Guatemala. Los extorsionadores se dividen el botín por zonas y amenazan a la gente con matarla si no depositan 10 mil, 20 mil, los quetzales que se les antojen, en una cuenta bancaria, cuyo código hacen anotar y repetir con voz temblorosa a sus interlocutores. Leonor no sólo les ha colgado, sino que ignora la ortografía soez que suelen deslizar bajo su portón. Por fin se ríe –sus ojos: dos obsidianas vivaces que irradian la cara– y me cuenta de la vez que los pandilleros visitaron a su sobrino Francisco. Era una mañana de feriado y lluvia y él reparaba su carcacha. Los delincuentes interpretaron la escena en aquel garaje como la rutina del mecánico que dirige su propio taller. Regresa al silencio con enfado cuando reconoce que ella también tiene asignada una cuota (con el recargo que atañe a su condición de mujer).

—Pago a duras penas, usted.

—Me imagino.

—Con la crisis, mi hijo ya no puede mandarnos remesas. Pero mientras no regrese a este país, mejor, ¿verdad?

Villa Nueva, tan abigarrada y hobbesiana, es una rama del infierno donde los mareros cobran su «impuesto de guerra» emitiendo sentencias de muerte contra los reacios y morosos.

Como Leonor, miles; como Villa Nueva, la amedrentada geografía nacional. Esto tiene que significar algo.

De gatillo fácil

El Informe Estadístico de la Violencia en Guatemala de 2007, declara que los guatemaltecos invierten US$574 millones en su seguridad privada; un monto que opaca los US$251 millones que el Estado invierte en seguridad ciudadana. Obviamente, la perspectiva de ser víctima de la delincuencia no es una ilusión. A la saga de este desequilibrio, las tres actividades comerciales más prósperas son las iglesias neopentecostales, las funerarias y las empresas de seguridad privada. (No deja de sorprender esta paradoja: en el balance de las exportaciones registradas en 2011, destaca la madera vendida a Italia en forma de ataúdes).

Cualquier dato que encontremos sobre el número de empresas debe tomarse con pinzas, algo inquietante porque se trata de armas de las que nadie se hace cargo. El mejor cálculo lo provee el historiador Otto Argueta, que ahora mismo habla alemán con el fin de doctorarse. Domina este tema y me dice que la maraña de siglas fue un reto que resolvió, al menos provisionalmente, contrastando fuentes. Por una parte, incluyó el listado presentado por el Ministerio de Gobernación; por la otra, consultó las páginas web de comercios, industrias y negocios ofertantes. A las 148 oficiales agregó 110 empresas para redondear un total de 258. Un dígito aproximado. Este descontrol estatal arroja dudas sobre la idoneidad de estructuras que venden sucedáneos policiales al temor colectivo.

Argueta, que trabaja para el Institute of Latin American Studies de Hamburgo, también echa por tierra el mito de que la seguridad privada surgió como una alternativa a la excesiva criminalidad. Al revés, sostiene, «la seguridad privada tiene que ser vista como un factor que explica la debilidad de las instituciones públicas. Desde los años 70, las instituciones policiales se centraron en la seguridad nacional; la seguridad pública fue marginal. Para 1996, cuando el Estado tenía que retomar su papel en esta materia, el contexto era un sector privado fortalecido después de años de capturar su clientela. Tanto para el ejército como para las empresas de seguridad privada, la policía ha sido un obstáculo y ahora un competidor.»

Estas empresas menoscaban el mandato constitucional de proteger la vida de los guatemaltecos, y lo hacen prestando un servicio de pésima calidad. En el campesinado desnutrido y analfabeta está su cantera. Por hambre, por ganas de toparse con el porvenir, cambian los utensilios agrícolas por escopetas calibre 12 que creen saber cómo cargar y disparar. Ganan entre mil y dos mil quetzales por, indefensos como están, resguardar la propiedad privada de quienes ven en ellos la desagradable cercanía del indígena. A la primera oportunidad son barridos con armas automáticas, pero otros desbandados de las entrañas del país toman el relevo, sacan pecho y repiten la historia, como si un ser humano naciera expresamente para ser el repuesto de otro, o como si la muerte dispusiera de una despiadada cadena de producción.

En estas condiciones, hacerse con un arma de fuego es fácil y barato. ¿Cuántas armas hay? La Dirección General de Control de Armas y Municiones asegura haber expedido alrededor de 90 mil licencias de portación, aunque circulan más de 440 mil armas legales. Esta contradicción hace creer que existe un porcentaje per cápita delirante. Y en efecto, prevalece la «barra libre», un criterio avalado por la Corte de Constitucionalidad. Así que cualquiera puede registrar las armas que desee; no importa que por esa permisividad la huella balística sea un recurso pobre y se trafique y potencie la inseguridad general.

No se puede cuantificar el número de armas ilícitas que saturan el mercado negro. ¿800 mil? ¿Un millón tal vez? Entran y salen del país; cambian de dueño como el dinero y arrastran un historial de asesinatos múltiples. Abarcan lo sofisticado y lo chapucero, desde fusiles que tumban un elefante a kilómetros hasta las despreciadas pero efectivas “armas hechizas”, ingenio de la herrería, la codicia y la prisa por matar. Ni siquiera las municiones son convencionales: las perversas balas expansivas, vetadas por la Convención de Ginebra, son el plomo predilecto. No en balde los últimos dos años y medio han muerto tiroteadas 12 mil 784 personas. Una lectura razonable de esta estadística nos lleva a suponer que, en diversas situaciones, cientos de guatemaltecos eligen sacar la pistola, o hacerlo por sicario interpuesto, para zanjar conflictos que se pueden resolver de palabra, o para apropiarse de un dinero que ganarían trabajando, y también se dispara buscando justicia, que es bilis vengativa. Para muchos, el tamaño de su arma, las personas donde ha hecho blanco, es una continuación fálica que les permite experimentar una dosis adictiva de poder y sometimiento.

Desde hace una década, y sin olvidar otros libros apologistas o detractores, Joyce Lee Malcolm y David Hemenway representan los discursos a favor y en contra de la tenencia de armas de fuego. Malcolm da clases de Leyes en la George Mason y escribió Guns and violence: the English experience (2002); Hemenway es profesor de Salud Publica de la Universidad de Harvard y publicó Private guns, public health (2004).

Leemos en Hemenwey: «El enfoque más prometedor para reducir las lesiones de arma de fuego es hacer hincapié en la prevención.» Para él, la clave está en evaluar minuciosamente a quién se le permite, y por qué motivo, obtener un arma. Aunque pertenezca a otro, es un instrumento que podría causar estragos a terceros (con el consecuente gasto estatal en médicos, pesquisas, procesos judiciales y duración de condenas). Hemenwey antepone la responsabilidad social sobre la elección individual. Esta proposición ha desatado la ira de muchos estadounidenses, que entienden su libertad empatando la adquisición de pertrechos de guerra con la compra de electrodomésticos, cigarrillos o cerveza.

En cuanto a Joyce Lee Malcolm, su teoría se resume en este contrasentido: ¿por qué donde existen leyes restrictivas sobre el uso de armas ocurren más homicidios que en los países donde los ciudadanos desarmados son rara avis? Malcolm trazó una comparación histórica entre Inglaterra y Estados Unidos, y concluyó que la despistolización emprendida por las autoridades británicas ha sido ineficaz, cuando no contraproducente, en la lucha contra la violencia. Parece lógico que exista una relación entre los altos niveles de desarrollo, la distribución equitativa de la riqueza y las tasas de homicidios bajas –y no es retórico recalcar que matan las personas no las armas y, sobre todo, las ilegales–, pero la ecuación «más armas privadas es igual a menos violencia», rechina porque la violencia se amplifica cuando la posesión de armas de fuego aumenta desaforadamente.

En The London Society Journal, Malcolm analizó los disturbios que estallaron en Tottenham en verano de 2011. Entiende que las prohibiciones que limitan el derecho a la autodefensa son culpables de que los ingleses no pudieran poner en su sitio a los saqueadores. Cabe preguntarse si, de haber estado vigente la laxitud que propugna Malcolm, los jueces tendrían delante a arrepentidos que dispararon sugestionados con la idea de estar en peligro. Esa clase de procesos que descubren un peine o un ridículo llavero donde nunca hubo una pistola.

Optemos por permitir la compra y uso de arsenales privados, o bien por elevar la proliferación de las armas a un nivel de salud pública, como aconseja Hemenway, lo urgente es erradicar la violencia gratuita, esa que exhibiéndose desmesurada consideramos parte del paisaje.

Sin noticias de Leviatán

En su exilio francés, Thomas Hobbes reflexionó sobre el origen del Estado, ese Leviatán que fue invocado para superar un tiempo de guerra donde sólo existía «temor y peligro de muerte violenta.»

Pasaron tres siglos desde entonces y seguimos así, mal viviendo, mal muriendo, rehenes de tormentos, mutilándonos, como si la pesadilla de Hobbes hubiera profetizado a Guatemala. En este país, la vida se parece al estado de naturaleza; en consecuencia, es «solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve.» ¿Qué otros adjetivos hubiera escrito el filósofo inglés de haber tenido referencias del narcotráfico?

Encomendamos las reglas del juego a la política, pero el laberinto burocrático al que conduce no ha sido un buen árbitro; menos todavía, capaz de rebajar el contador de las muertes absurdas.

¿De dónde nos viene a los guatemaltecos el instinto violento? ¿Seguimos en guerra? Sé que somos unos inadaptados democráticos.

Como dijo Mitscherlich en La idea de la paz y la agresividad humana, miramos en el otro la mosca en la pared, la mosca que nos irrita de manera insoportable. Eso, aquí y ahora, significa que habremos de deshacernos de ella a cañonazos. Antes o después de eliminarla, ultimarla, no faltará el engolosinamiento de amputarle las patas y las alas. En nuestro estadio de espectadores fantasmas nos ofende el ruido de la vida.

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