El caudaloso río Congo se ha convertido en una autopista para las interminables flotillas de troncos: teca africana, wengué y bomanga, caramelo y zanahoria. Durante meses, las tripulaciones del Congo viven a bordo de estas peligrosas balsas, pilotando la madera a cambio de una tajada de los beneficios por el desmantelamiento de un bosque crucial.
Las balsas más grandes son de escala industrial y sirven sobre todo a empresas internacionales que ven riquezas en la selva. Pero también hay versiones insignificantes que se abren paso río abajo, atendidas por hombres y sus familias que trabajan y duermen encima de los troncos flotantes.
Estos bosques extraen enormes cantidades de dióxido de carbono del aire, lo que los hace esenciales para frenar el calentamiento global. La expansión de la escala de la tala ilegal pone en peligro su papel en la protección del futuro de la humanidad.
La selva tropical de la cuenca del Congo, segunda en tamaño después de la del Amazonas, es cada vez más vital como defensa contra el cambio climático a medida que se tala la Amazonía. Sin embargo, según investigaciones, el Congo lleva varios años seguidos perdiendo más selva tropical antigua, que cualquier otro país, a excepción de Brasil.
En este comercio sin ley, el río es la arteria del mundo. En algunos lugares, donde los árboles antes imponentes se preparan para el viaje, el agua misma se tiñe de café por la savia sangrante de los árboles talados.
Todos los días, a lo largo de las riberas boscosas del río Congo, las balsas unidas con poco más que cuerdas y buenos deseos emprenden el arduo viaje.
Nuestro viaje comenzó no muy lejos de la comunidad de Loaka.
Loaka está enclavada a lo largo de un afluente que desemboca en el río Congo. Ahí hay decenas de casas de madera encaramadas sobre pilotes. Las canoas extraídas de los troncos de los árboles se alinean en la orilla. Las ramas utilizadas para cocinar arden en pilas cercanas.
Y en el agua, hace poco, una flotilla estaba tomando forma.
Los hombres estaban pelando las lianas para atar una balsa con docenas de troncos cortados del bosque en su patio trasero. Su destino: los extensos puertos madereros de la capital, Kinshasa, a cientos de kilómetros río abajo.
Alphonse Molosa se adentró hace poco en la espesura y trepó a lo alto de una conquista: un gigantesco árbol de coral africano que yacía en el suelo del bosque, con sus entrañas de color naranja brillante al descubierto.
Talar un árbol así no le da a Molosa ninguna sensación de logro, dijo. De hecho, se considera un amante de los árboles. Espera con impaciencia el florecimiento de las afrormosias, también conocidas como tecas africanas, una especie rara con rojos tan vivos que pueden verse desde su barco en medio del río.
“Es precioso”, dice Molosa. “He oído en la radio que los árboles ayudan a darnos el oxígeno que respiramos y a sobrevivir. Pero aquí no se puede sobrevivir sin cortar los árboles”.
Dentro de unas semanas, cuando hayan recogido suficientes troncos, él y sus vecinos planean empujarlos al río y volver a subirse a sus ramas.
Unos kilómetros río abajo, nos detuvimos en una playa de troncos donde un mercado flotante atendía a los trabajadores sobre una enorme embarcación industrial que hacía ver diminutas las balsas de Molosa y de sus vecinos.
Aquí, 250 troncos gigantes de corteza desgarrada y blanda se amarraban con cables de acero y se preparaban para el río en una pequeña playa utilizada por una empresa maderera internacional.
En el Congo, la tala industrial está plagada de corrupción, según una reciente auditoría gubernamental. Las licencias lucrativas se otorgan como favores políticos. De hecho, los últimos seis ministros de Medioambiente, los mismos encargados de proteger la selva, están acusados de vender ilegalmente enormes extensiones de esta, según la auditoría, que revisó la tala industrial del Congo hasta 2020.
Según los funcionarios congoleños, casi toda la tala se realiza en cierto modo de manera ilegal.
“Fraude tras fraude”, declaró Ève Bazaiba Masudi, ministra del Medioambiente del Congo, nombrada en abril de 2021. A los pocos meses de ocupar el cargo, Bazaiba abrió una investigación tras afirmar que su propia firma había sido falsificada en las licencias de tala.
Pero la explotación forestal se desarrolla en lugares muy alejados de las conferencias mundiales y de las oficinas gubernamentales congestionadas de la capital.
En el río, donde el agua plateada se pierde en el cielo, la naturaleza peligrosa y riesgosa del comercio se hace evidente. Un remolcador navegaba por las aguas poco profundas de la playa de Castor, preparándose para impulsar una flotilla de troncos río abajo.
La tripulación afirma que las gigantescas balsas son demasiado difíciles de manejar para el motor del remolcador, lo que hace que el trabajo sea peligroso. Ganan unos US$6 al día. Si se pierden los troncos, se les descuenta la paga y “si morimos, no es responsabilidad de la empresa”, dijo Mbranda Makombo, el mecánico del remolcador, veterano de cinco viajes guiando troncos a Kinshasa.
De hecho, hace unas semanas, Makombo estuvo a punto de morir. Él, su mujer y su hijo estaban durmiendo bajo la cubierta cuando un barco más grande los embistió. Su familia logró salvarse gracias a los hombres de la otra embarcación que cortaron el metal retorcido.
Mientras Makombo hablaba, Jean-Louis Boonga Ifaso, un ingeniero agrícola de Castor, la empresa maderera, se acercó en una piragua para escuchar.
Castor hace las cosas bien, dijo. Tiene una fábrica en Kinshasa donde los troncos se transforman en tablones para la construcción y exporta madera a todo el mundo.
Pero Boonga, quien también trabaja como activista, dijo que conocía bien los problemas de esa industria. Se sentó en su canoa poco profunda que el río mecía con suavidad y habló sobre el poder del dinero. Sobre la inacción gubernamental. Sobre cómo su país es víctima de la contaminación creada por las naciones industrializadas que ahora quieren sus árboles, los mismos árboles que ayudan a absorber el dióxido de carbono de la contaminación que generan. Sobre las reglas que imperan en el bosque y que nadie obedece.
Las empresas internacionales observan la mayoría de las leyes, pero no todas, dijo. “Tratándose de los recursos humanos y el personal congoleño, no respetan nada”, afirmó.
En el agua, la falta de respeto adopta muchas formas. Lluvias brutales. Bancos de arena escondidos. Y el pago obligado de sobornos.
Gritaba un capitán a una docena de hombres con el agua hasta la cintura y los dedos de los pies arrugados por todo un día intentando liberar su barco de 46 troncos, atascado en un banco de arena.
No toda la madera se transporta en balsas. Algunas empresas internacionales operan inmensas embarcaciones de acero repletas de madera destinada a ultramar.
Un revoltijo de enormes troncos yacía sobre una de las embarcaciones en una playa ribereña operada por Sodefor, una filial de una empresa con sede en Liechtenstein.
En una entrevista, el gerente general de Sodefor, José Trindade, dijo que las operaciones de la empresa eran “totalmente legales”.
“El gobierno tiene que hacer la diferencia entre las empresas que respetan las reglas y las que no lo hacen”, señaló.
Sodefor también transforma su madera en triplay antes de exportarla, dijo Trindade, una práctica que Bazaiba, la ministra del Medioambiente, querría que adoptaran todas las empresas internacionales. Hace poco, prohibió las exportaciones de madera sin cortar con la esperanza de que las empresas contrataran a más congoleños para dar forma a la madera, en lugar de cubrir esos puestos de trabajo en el extranjero.
“¿Se imaginan que exportamos nuestra madera, pero importamos mondadientes de China? Es absurdo”, dijo.
Llegamos a la ribera de Bolobo, una bulliciosa aldea situada en un recodo del río, con cientos de tablones esparcidos por la arena, restos de una catástrofe que aún se está produciendo.
Tres meses antes, una tripulación de 20 hombres había partido con una balsa de seis mil tablones perfectos, precortados, con la esperanza de conseguir un precio más alto río abajo, en Kinshasa. Habían llegado a Bolobo para reabastecerse de alimentos cuando se desató una tormenta. En un instante, el río se llevó mil tablones, junto con el refugio que habían construido sobre la balsa.
Los trabajadores llevan dos semanas reconstruyendo poco a poco la embarcación. Los hombres estaban de pie con el agua hasta el pecho, empujando una gran rama que esperaban que liberara una parte de la balsa, ahora semienterrada en la arena.
“El viento no es tu amigo”, dijo André Ezabela, uno de los remeros de la balsa.
Etienne Yaekela, el propietario de los tablones, había llegado desde Kinshasa unos días antes para inspeccionar los daños. “Gracias a Dios nadie murió”, dijo a los hombres una vez que vio la magnitud de los daños.
Sobre lo que quedaba de la balsa, el viento agitaba una bandera congoleña roja y azul. Nuestra lancha de motor también se descompuso aquí, así que esperamos dos días para repararla, viendo a los niños en la playa utilizar un tablón roto como sube y baja.