Pero de momento, la hija mayor, Karla, una espigada joven de 22 años, me cuenta: “Si un pandillero te quiere para él, no puedes hacer nada”.
BBC NEWS MUNDO
“Arruinaron nuestros países, malearon a nuestros hijos y se robaron a nuestras hijas”: el drama de los centroamericanos que buscan refugio en México por el acoso de las pandillas
Al final de esta historia habrá una familia centroamericana reubicada en algún municipio seguro de México, lejos de la amenaza del Barrio 18, la pandilla que controla su colonia y uno de los dos grandes grupos de ese tipo que aterrorizan a la región.
Mujer y niño junto a un grafiti del Barrio 18 en la colonia Valle del Sol en Apopa, El Salvador. (Foto: José Cabezas / Getty Images)
“A una de mis compañeras que se negó a irse con ellos la sacaron de clase y la mataron allá mismo, a las puertas del colegio”, recuerda. “Que era una advertencia, nos dijeron”.
A ella también la escogieron.
“El marido de mi hermana, que es el sicario de la colonia, la quería como mujer de su hermano”, recuerda su madre, María, vestida con una escueta camiseta de tirantes, pantalón corto y sandalias, y desparramada en una silla de plástico en el pegajoso calor tropical de la frontera mexicana.
“Porque a los muchachos los reclutan, pero a nuestras niñas las quieren para hacerlas suyas”, explica.
María se negó a entregar a su hija, pero eso no sirvió de freno. Y al día siguiente el hermano del sicario decidió seguir a Karla allá donde fuera.
Por ese acoso fue que la familia, compuesta por la madre, un hijo varón y dos hijas, decidió huir del municipio centroamericano, cuyo nombre no revelaremos por seguridad, y salir del país.
Y hoy los cuatro ven los días pasar encerrados en un habitáculo de seis metros por 10, en una ciudad de la frontera sur mexicana que tampoco identificaremos.
Son solicitantes de asilo, como otros miles de centroamericanos, y forman parte de un programa de reubicación del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur).
“Desplazamiento forzado”
La Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados, el organismo encargado de darles trámite, recibió en 2016 ocho mil 781 peticiones de asilo, un 154.6% más que el año anterior, según los datos más recientes hechos públicos.
Más de la mitad se registra en la oficina que el ente tiene en Tapachula, en el estado mexicano de Chiapas, fronterizo con Guatemala, y casi todos los solicitantes son centroamericanos.
Y aunque el organismo no revela los motivos por los que buscan refugio, las organizaciones no gubernamentales que trabajan con ellos aseguran que la violencia de las pandillas es uno de los factores de más peso tras la migración en el que se conoce como el Triángulo Norte de Centroamérica: Honduras, El Salvador y Guatemala.
Ya lo confirmó el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Zeid Ra'ad Al Hussein, el 17 de noviembre, al concluir su visita oficial a El Salvador.
El representante de la ONU usó además el término “desplazamiento forzado” por violencia, tanto interno como hacia exterior.
Es el mismo que emplean organismos como la Acnur o la Procuraduría de Derechos Humanos (PDDH) de El Salvador para insistir a los gobiernos de turno que reconozcan el fenómeno como problema nacional, como punto de partida para dimensionarlo y empezar a ponerle solución, algo que hasta el momento no ha ocurrido.
En palabras del procurador en funciones, Ricardo Gómez, la razón por la que no se reconoce la problemática públicamente es “el costo político ante la comunidad internacional”.
Así lo dijo el 13 de diciembre, al presentar el segundo informe de la PDDH sobre el tema, en el que se señala que lo primero que hace migrar a las familias son las amenazas de muerte de las pandillas más numerosas del país (la Mara Salvatrucha 13 y las dos facciones de Barrio 18).
A los pocos días, el ministro de Justicia y Seguridad Pública, Mauricio Ramírez Landaverde, aseguró que el Gobierno tiene “estudios de caracterización” que “no respaldan las conclusiones” del informe y que demuestran que los principales motivos del desplazamiento son el económico y la reunificación familiar.
BBC Mundo se puso en contacto con el Ministerio para hablar del tema, pero hasta el momento no obtuvo respuesta.
Las organizaciones que trabajan en el área reconocen que la migración es multicausal, pero insisten en que las estadísticas de los gobiernos sobre el tema ocultan muchas veces una problemática más compleja en la que la violencia juega un papel fundamental.
Así se lo ilustró Celia Medrano, la directora de programas en El Salvador de Cristosal, una organización que aboga por los derechos humanos en Centroamérica, al medio digital Factum en noviembre pasado.
“Yo vengo deportado y me recibe un funcionario. Me pasa una encuesta y me pregunta: ¿Por qué usted se fue? Yo respondo: 'Yo no tenía trabajo en El Salvador'. Queda registrado que me fui por razones económicas.
Pero si hay oportunidad de generar la entrevista, esa persona puede empezar a explicar: 'Yo me quedé sin trabajo porque tenía un taller en Soyapango (un municipio del área metropolitana de la capital San Salvador). El taller fue objeto de extorsión por parte de las pandillas y ya no pude sostenerlo. Tuve que irme a otra zona, pero como en la otra zona ya no podía generar un ingreso propio (…) tuve que migrar para encontrar trabajo'.
Pero entonces la razón no fue únicamente económica. La persona se quedó sin su medio de subsistencia también por la violencia. Ese tipo de aspectos no son contemplados”.
Extorsiones
Tal como lo contaba Medrano en su ejemplo, la extorsión es una de las formas en las que las pandillas generan violencia.
Lilibeth lo sufrió en su propia piel.
Todo empezó a pocos días de que algunos miembros de la clica (célula) del Barrio 18 que controla su vecindario mataran a su marido ante la aterrorizada mirada de su hijo, por no querer invitarlos a más tragos con el dinero que había tomado prestado para ampliar la casa.
“Yo ya les daba (a los pandilleros) 700 dólares al mes”, cuenta la salvadoreña.
Pero entonces le llegaron a pedir esa cantidad semanal. Si no la entregaba la “desaparecerían”, le prometieron, no sin antes cortar en pedacitos a su hijo. Y para que no le quedara ninguna duda, la golpearon “con un garrote”.
Ante la imposibilidad de reunir el dinero cada semana, su madre pidió un préstamo que hoy siguen pagando.
Pero el acoso siguió. Y una noche, desesperada, decidió que su única salida era la huida.
“Eran las tres de la madrugada y salí con mi hijo a la carretera, con lo puesto y sin saber para dónde agarrar”, relata.
Cuenta que un hombre mayor los llevó en su vehículo a la capital y les indicó cómo hacer para llegar a la frontera de Guatemala con México.
“'Se van a ir para tal lado y pídanle a Dios que cuando crucen no haya (oficiales de) Migración', nos dijo el señor. 'Y si los agarran, cuéntenles su caso, para que no los vayan a deportar'”, explica.
Madre e hijo lograron pasar sin ser detenidos y llegaron hasta el municipio chiapaneco en el que viven ahora.
Allí les tocó dormir en el parque y estar hasta tres días seguidos sin comer. Pasaron meses para que acudieran a la Comisión Mexicana de Ayuda a los Refugiados (Comar). “No sabía ni que existía”, reconoce.
La Comar, tras revisar su caso, resolvió otorgarles el estatus de refugiados.
Ahora tiene la residencia permanente, pero Lilibeth dice no sentirse segura.
“El otro día llegó un 18 de allí de donde vivía el padre de mi hijo”, cuenta. “Cuando me ve, se me queda viendo (mirando). Yo no le doy la cara. Agacho la cabeza o me pongo la gorra”.
Pero no es el único. “Tengo que estar pendiente en todos lados, porque aquí estamos en territorio fronterizo y están entrando muchos pandilleros”.
Esta amenaza, que también mencionan otros centroamericanos que buscaron asilo en México entrevistados por BBC Mundo en la zona fronteriza, ya está en el punto de mira de Acnur.
“Ya no solo llegan individuos escapando de diversas situaciones de acoso y abuso en sus países de origen. También hemos empezado a detectar la presencia de sus agentes perseguidores”, reconoce Jacqueline Villafaña, asociada de Protección de la Oficina de Terreno de la organización en la ciudad de Tapachula.
“Ya arruinaron nuestros países, malearon a nuestros hijos y se robaron a nuestras hijas, y ahora aquí quieren llegar a hacer lo mismo”, dice María, desparramada en su asiento de plástico blanco.
La entrevistamos el 21 de noviembre.
Hablaba con gravedad, pero también con cierto alivio, sabedora de que le quedaban escasos días en aquel ardiente cuarto de seis metros por 10.
Hoy ella y sus tres hijos tratan de inventarse una nueva vida en otro estado mexicano, lejos del calor tropical y de las pandillas.