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“El miedo que tengo al criar mujeres en un país tan machista me embarga y me susurra cosas”

Cuando la mayor de sus hijas, Alesia, llegó a la pubertad, el escritor peruano Gustavo Rodríguez entendió que las preocupaciones esporádicas de la crianza habían sido apenas un calentamiento para lo que se le venía.

Porque lo que estaba por llegar —y lo que se encontraría cuando Maira, la mediana, y Malú, la menor, alcanzaran esa edad— iba a poner en entredicho “todo lo que era aprendido y cultural”.

Le tocó por ejemplo lidiar con la primera juerga con alcohol de una de ellas, a 5.000 kilómetros de casa. La permitió, más que nada por ser fiel a su máxima de no negarse a algo por defecto —”es como la impresión de billetes y la inflación: cuando respondes ‘no’ demasiadas veces, ese ‘no’ pierde valor”—.

También se enfrentó a la situación del novio que se queda a dormir sin parecer “un machista antediluviano”, preocupándose por la virginidad de su hija pero “sin perder esa idea de padre cool“.

Y se vio fingiendo naturalidad como nunca antes cuando las instó a ir ginecólogo para que les recetara anticonceptivos.

Todo ello lo puso ante el espejo y transformó a aquel adolescente “manipulador matalascallando” que una vez dice fue en un “machista en constante redención”.

Lo cuenta, con la participación estelar de Alesia, Maira y Malú, en su podcast “Machista con hijas” del que habla en el Hay Festival Digital Arequipa, que se celebra hasta este domingo de forma digital.

Machista con hijas
Cortesía

Hablemos del título del podcast,“Machista con hijas”. ¿Cuándo te pones esa etiqueta?

Me gustaría ser más hollywoodense y decir: “Me acuerdo perfectamente del momento en el que me di cuenta de que era machista”.

Pero ha sido parte de un proceso que tiene que ver, por un lado, con haberme convertido en padre de hijas y, por otro, haber frecuentado un entorno que empezó a hacerme cuestionar mis orígenes, mis costumbres y lo que veía alrededor.

Dices que es un repaso a tu vida con un “filtro antimachismo”, un recorrido vital que recoge intentos de aprendizaje. ¿Qué se le escapa a ese filtro? ¿Qué se te resiste en el aprendizaje?

Lo que más se me resisten son los asuntos relacionados con el sexo. Me cuesta ver a mis hijas como seres independientes que pueden tener una vida sexual tan plena como la he tenido yo.

Me viene a la mente una anécdota reciente que bien podría ser una cola del podcast.

Estaba viendo las historias de mis hijas en Instagram y salió la de Maira, la segunda, la activista. “Felicito a tal página por haberme dejado publicar mi artículo”, decía. “Ay, qué bonito, mi hija ha publicado un texto”, me dije yo.

Miré mejor y era una página dedicada a juguetes sexuales, absorbedores de clítoris y cosas así. Los pocos pelos que tengo se me pararon.

Luego averigüé un poco más sobre el blog y me tranquilicé, porque no se trataba solo de venderte los aditamentos, sino de impulsar la comunicación de pareja. Y el enlace de mi hija no hablaba de nada sexual, sino de la capacidad de conocerte a ti misma, de la introspección.

Pero ahí me di cuenta que es un tema que quizá me va a acompañar siempre.

Y es que me sigue pasando. Mis amistades me conocen por tener un humor muy sexual, muy de doble sentido, muy de hombre de mi generación. Pero cuando están mis hijas presentes los chistes me los callo.

Gustavo Rodríguez con una de sus hijas.
Carol Harrison

Por esa misma razón, dices, siempre has sabido qué pie calzan tus hijas pero no cuál es su talla del sostén y acordaron abordar el tema sexual en casa desde una “respetuosa transparencia”. ¿Pero qué es eso?

Tiene que ver con un pudor disfrazado de apertura.

No sé si sea un tema generacional o de carácter mío, pero trato de no meterme demasiado en la vida de las personas, y eso también trascendió a la de mis hijas cuando empezaron a tener privacidad.

Si lo traslado a una directiva que las fuerzas armadas estadounidenses tuvieron en su momento, sería el Don’t ask, don’t tell: “Sé que tienes vida sexual, no te voy a preguntar por ello, te ruego que no hagas alarde de ella”.

Cuando mis hijas eran niñas, (me planteé que) si bien yo no iba a ser un impulsor para hablar de sexo, tampoco iba a ser alguien que se escandalizara al escucharlas.

Mi participación fue muy pasiva. A lo mucho con la mamá de mis hijas les poníamos los libros adecuados en la mesa de noche y (acordamos que) si nos hacían preguntas, íbamos a ser totalmente transparentes y en la medida de lo posible científicos, sin ninguna carga moral.

Así fue. Mis hijas tienen el mejor de los recuerdos de esas lecturas (se ríe).

Pero la gran entrada a ser ya más activo con la vida sexual de mis hijas fue cuando vi que podían correr el riesgo de embarazarse. Tenía la edad y tenían los motivos, un chico con el que llevaban viéndose. Y fue ahí cuando tomé el toro por las astas.

Si tengo que ser honesto, lo hice más por miedo que por ser un liberal.

Gustavo Rodríguez con sus hijas Alesia, Maira y Malú.
Carol Harrison

En un momento comentas que escribir te ha ahorrado mucho dinero en terapia, pero el podcast tiene también un claro espíritu didáctico. Está lleno de consejos, como por ejemplo: “Si un hijo viene a compartirte algo suyo, no le censures”. ¿En quién estabas pensando?

Sí que tiene ese espíritu y creo tiene que ver con mi experiencia como articulista.

Durante muchos años escribí en El Comercio, en la página de opinión, y me di cuenta a través de las redes que muchos de mis artículos más comentados y compartidos eran aquellos en los que contaba mi relación con mis hijas y las cosas que iba aprendiendo de ellas.

Hay una enorme ausencia en la sociedad, al menos en la mía, sobre cómo dialogar con nuestra prole.

Yo soy de una generación bisagra. Mi madre cuenta que le rompían la boca con el cucharón cuando decía algo no convenido en la mesa. A mí me cayeron cinturonazos, aunque no al nivel que les ocurría a mis padres, y ya con mis hijas es impensable usar la fuerza para acallarlas.

Siempre he pensado que es muy difícil encontrar el equilibrio necesario para criar a los hijos en libertad, porque requiere ejercer una contradicción en apariencia: la firmeza cariñosa.

Es el gran reto de los padres a la hora de educar y cada uno debe encontrar su manera de ejercerla. No hablo de ser un doctor Jekyll y Mr. Hyde, de “te hago cariño y después te vuelo”, sino de interesarte en algo antes de prohibirlo.

Es como las dictaduras, porque las dictaduras de gobierno tienen su correlato con las domésticas.

Es muy fácil hacer reformas en dictadura porque las haces a la fuerza, pero lo que se va acumulando por debajo te pasa una mayor factura más adelante.

Cómo empezamos a dialogar en sociedad tiene su correlato en cómo empezamos a dialogar en la familia.

Llega un momento en el que tienes que confiar en la forma en la que has criado a tus hijos o resignarte, apuntas. ¿Recuerdas alguna vez en la que no te hayas fiado y te pese?

Tiene razón mi novia cuando me dice que tiendo a acordarme de lo bueno y a olvidar lo malo, pero sí me pesa algo.

Durante gran parte de la vida de mis hijas me dediqué a replicar el esquema del padre que se va de la casa temprano y llega en la noche, y la esposa se encarga de poner orden.

Creo que mis hijas estuvieron durante gran parte de su infancia en un entorno policial dentro de su casa, porque así lo convine con mi esposa; es decir, “tú te encargas de ser quien pone orden y yo, a cambio de proveer, me encargo de lo más fácil entre comillas”.

De eso sí me arrepiento. Creo que fueron años difíciles para las mayores. Mi tercera hija, Malú, ya me agarró divorciado, tratando de ganar calidad de tiempo con ellas.

Lo que mejor les convino a mis hijas fue el divorcio y ellas me lo han dicho. Una de las cosas buenas que nos pasó es que ganamos como padres.

Mi divorcio no solo implicó el hecho de dejar la casa de mis hijas, implicó también dejar una forma de trabajo mía, al estilo corporativo, para empezar a trabajar en mi casa.

Gustavo Rodríguez con sus hijas Alesia, Maira y Malú.
Carol Harrison

De esto no hablas con tus hijas en el podcast pero sí de otras circunstancias sobre las que te dan su punto de vista con honestidad. ¿En qué momento se incorporan ellas al proyecto?

Les dije “chicas, estoy escribiendo algo que voy a narrar y me gustaría sus intervenciones para que me refuten, me confirmen o le den matices o amabilidad a lo que voy a decir”.

Lo más bonito de la participación de ellas, al margen del contenido, es que genera un clima.

Y es eso lo que puede llegar a hacer más querible al podcast, porque sí creo que se trasluce armonía o en todo caso respeto cariñoso por el otro a pesar de que no se esté de 100% de acuerdo.

Uno de los temas en los que no estuvieron 100% de acuerdo fueron los tatuajes. En el capítulo en el que lo abordas reflexionas sobre cómo las mujeres generan lazos a partir de los tatuajes compartidos, algo que es poco común entre hombres.

Mientras escribía el capítulo de los tatuajes de mis hijas, les dije “ayúdenme dándome una relación de todos los que tienen y por qué se los hicieron”. Tienen entre una docena y una veintena.

Cuando me pasaron la lista, explicaban que se habían hecho uno con mamá por tal razón, otro con sus hermanas por cuál, con una amiga, con otra.

No hay hombres que lo hagan, o al menos no lo he visto o no tengo conocimiento de ello. Así que ahí me di cuenta de que es un tema de fraternidad femenina, de sororidad.

Las mujeres son una comunidad que se comunica en red y el de los tatuajes es un lenguaje compartido mucho más femenino que masculino.

Desde que me di cuenta de ello respeto más la decisión de mis hijas al adoptarlo. No es solamente decorativo.

También admites que eres dramático y que conocer los tatuajes de tus hijas te permitiría reconocer sus cadáveres en caso de que fuera necesario. Con ello, introduces en el podcast un tema enorme en Perú y Latinoamérica: el de la violencia en general, hacia las mujeres en particular.

Esa reflexión está hilada totalmente a la novela que escribí antes del podcast —se va a publicar el año que viene con el título de “30 kilómetros a la medianoche”—, en la que un padre cruza la ciudad en la medianoche para ver cómo está su hija en el hospital y, en la peor de sus pesadillas, reconocerla.

Y, claro, por mi cabeza ha pasado que los tatuajes son una manera de reconocer a alguien.

De hecho, haciendo un paréntesis, en los peores años del terrorismo en Perú mi hermano reconoció a uno de sus mejores amigos no por un tatuaje sino por un lunar en la espalda.

Somos una sociedad con una conexión no muy lejana a la morgue.

Y no son pocas las veces en las que este miedo que tengo al criar mujeres en un país tan machista me embarga y me susurra cosas. Son muchas, de hecho.

Es como cuando dices “quiero que mi hija sea independiente y que se suba a un bus”, pero sabes que cuando vaya en autobús a clase la va a pasar mal. Es ahí cuando entra en confrontación la independencia vs. el miedo.

El crecimiento de mis hijas está poblado de ese tipo de confrontaciones.

Como cuando ves a una de ellas, Alesia, con aquellos shorts tan cortos.

Tenía 14 años cuando la vi ponerse por primera vez uno de esos shorts que a las justas le tapan las nalgas, y mi primera reacción fue decirle “no te pongas eso”.

“No te pongas eso en un país en el que violan y matan”, dices que pensaste pero no dijiste.

Exactamente. Pero aún no sé si la voz que acallé iba a decir “no te pongas eso porque te van a manosear” o “no te pongas eso porque una mujer de mi tribu no puede mostrarse así”.

Probablemente fuera una combinación.

Relacionado con eso, cuentas que la madre de tus hijas, Vanesa, no era una mujer que se mostrara y que no te hubiera importado que fuera más atrevida en el vestir. Porque no es lo mismo acostumbrarte a que otros admiren a tu mujer, que hacerlo a que deseen a tus hijas.

Sí, y es ahí donde viene la distinción: yo puedo entender que mi pareja denote sexualidad, pero no me acostumbro a la idea de que mis hijas lo hagan.

Yo no sé cómo lo hacen los padres de bombas sexuales, de vedettes, de estrellas porno. Recordemos que soy un machista con hijas.

Gustavo Rodríguez con sus hijas Alesia, Maira y Malú.
Carol Harrison

En el último capítulo le dedicas un monólogo a tu “yo” adolescente y haces una autocrítica brutal, muy honesta. “Yo de chiquillo debí haber sido bien jodido”, dices, y describes a tu versión pasada como un “manipulador matalascallando”.

Pero me di cuenta tarde de eso.

Durante gran parte de mi vida me tracé esta idea de mí mismo de que era un adolescente romántico, sufrido. Pero al encontrarme con novias 30-40 años después, empecé a captar, a intuir, que no había sido así.

Y, dios mío, no quisiera para mis hijas alguien como yo. Fue lo que pensé en ese momento.

A tu yo adolescente también le aclaras que ahora no es que seas un feminista, sino un machista en constante redención. ¿Qué es eso?

Hay varias dimensiones detrás de esa respuesta.

Una es interesada, porque en un mundo de redes sociales y de opiniones cada vez más recalcitrantes prefiero ponerme a buen recaudo. Prefiero no ser considerado ni feminista ni tan siquiera un aliado, porque en cualquier momento me voy a equivocar y teniendo cierta presencia pública me lo van a sacar en cara.

Esa es una dimensión de cálculo interesado, pero (la afirmación) encierra una gran verdad. Y es que yo sinceramente considero que no voy a dejar de ser machista en toda mi vida, porque me he criado y he estado tan inmerso que es imposible que no anide en mí alguien que ve el mundo desde la óptica del machista.

Es verdad que estamos en una sociedad en la cual conviene que todos nos digamos feministas, pero pienso que el primer paso para considerar una sanación es aceptar que estás enfermo.

Y si el machismo es una de las enfermedades de nuestra sociedad, yo prefiero empezar a aceptarlo, para que más adelante, quizá en unos años, decir que soy por fin un feminista.

Todo esto lo abordas en clave de humor, muy presente en elpodcast. Tú mismo dices que eres muy dado a los chistes. ¿Pero cuál es tu reacción cuando ves una camiseta con el eslogan de “Tengo una hija hermosa. También tengo una pistola, una pala y una coartada”? ¿Te ríes? ¿No?

Depende de con quién estoy, sinceramente.

(Se ríe y titubea).

Es verdad que estoy en un entorno que trata de reconstruirse, por lo que cada vez oigo menos chistes de ese tipo. Y me pongo alerta, en guardia, cuando los escucho en espacios y de la boca de gente que es influyente.

Pero yo me sigo debatiendo entre la corrección política y la tiranía de la censura. A veces no sé cómo sentirme: me gustaría ser más dogmático en muchas de las cosas que pienso, pero soy un hombre que duda mucho.

Creo que gran parte de mis dudas está en este podcast y quizá sea bienvenido porque no da soluciones a la gente.

No es un manual.

No. Lo que más he querido hacer es compartir mi asombro.

Cuando salió me escribieron muchos jóvenes, mujeres sobre todo, diciéndome que en el podcast encontraron en él una manera de instalar tema de conversación en la mesa con sus padres y madres.

Muchas chicas de 16-17 años me han dicho: “Ayer escuchamos el episodio tal en familia”. Eso para mí es lo más hermoso que me pueden haber dicho.

Esa es la diferencia con los libros, que no se pueden leer en familia. Los podcast tienen esto que los enlaza con las radionovelas del pasado, que sí se pueden escuchar grupalmente.

Este fenómeno me ha emocionado mucho.

ESCRITO POR:

Julio Román

Periodista de Prensa Libre especializado en política, seguridad y justicia con más de 20 años de experiencia.