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La vida y la muerte en un puesto de socorro ucraniano

En otro día de bombardeos de artillería en el este, los médicos ucranianos hacen todo lo posible para asistir a civiles, con el estruendo de la guerra a su alrededor.

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Médicos del ejército ucraniano atienden a Zina, en el centro, cerca de la ciudad de Bakhmut en la región oriental ucraniana de Donetsk, 29 de junio de 2022. (Foto Prensa Libre: Tyler Hicks/The New York Times)

Médicos del ejército ucraniano atienden a Zina, en el centro, cerca de la ciudad de Bakhmut en la región oriental ucraniana de Donetsk, 29 de junio de 2022. (Foto Prensa Libre: Tyler Hicks/The New York Times)

Entre los crujidos de los disparos de mortero y los golpes metálicos de las minas rusas autodetonantes, Yurii, un médico del ejército ucraniano, preparaba una vía intravenosa para el soldado que estaba tendido en la camilla.

El soldado parecía tener unos veintitantos años. Su rostro estaba lleno de tierra y miedo.

“¿Recuerdas cómo te llamas?”, preguntó Yurii.

“Maksym”, susurró el soldado.

Esa misma mañana, un bombardeo ruso en el frente del este de Ucrania le había causado a Maksym una severa conmoción. Yurii y otros médicos ucranianos lo atendían en un puesto de socorro apenas alejado de lo que se conoce como la “línea cero”, donde los bombardeos son incesantes.

Las tormentas diarias de la tarde habían empapado los caminos rurales y los campos de trigo de Donbás, una franja de campos sinuosos y pueblos mineros que ha sido el centro de la campaña militar de Rusia en Ucrania. Las cortinas de lluvia convirtieron la base de las trincheras rusas y ucranianas en lodo resbaladizo.

Tal vez por eso Maksym estaba fuera de las trincheras el miércoles de la semana pasada por la mañana, después de decidir secarse tras una noche húmeda.

No está claro qué ocurrió en los minutos previos a que Maksym fuera herido. Todavía estaba en estado de shock cuando sus compañeros lo sacaron de una camioneta y, varios minutos después, lo entregaron al equipo médico de Yurii y a la furgoneta verde olivo convertida en ambulancia que lo esperaba.

“Estás a salvo”, le dijo Yurii, un exanestesiólogo que fue director adjunto de un hospital infantil en Kiev, la capital, antes de la invasión rusa. Solo dio su nombre de pila por razones de seguridad.

Maksym murmuró algo ininteligible.

“Estás a salvo”, dijo Sasha, otro médico de manos robustas y con experiencia en masajes terapéuticos.

Pero Maksym y sus cuidadores no estaban a salvo.

De la noche a la mañana, los rusos habían disparado cohetes que habían dispersado varias minas antivehículos alrededor de la carretera y del puesto de socorro donde Yurii y su equipo estaban tratando a Maksym. Incluso si las minas no se activan por movimiento, están programadas para detonar con un temporizador de un día.

El ejercito ucraniano había eliminado algunos de los explosivos con forma de botella de refresco, comentó un soldado, al señalar un video tomado con su teléfono en la oscuridad, que mostraba a las tropas disparándole a una mina hasta que esta explotaba, pero las minas seguían en los arbustos, esperando a detonar.

Yurii y los demás médicos trataron de concentrarse en el soldado herido, pero las exigencias inmediatas iban más allá de la lista de cosas que debían hacer, que incluía tratar las hemorragias agudas o evaluar las vías respiratorias. ¿Cómo consolar a los heridos? ¿Cómo asegurarles que sobrevivieron y que lograron alejarse del frente? ¿Cómo darles esperanza a pesar de que decenas de sus amigos murieron?

“No tengas miedo, amigo mío, ya llegaste”, le dijo Yurii de manera tranquilizadora a Maksym que se retorcía en la camilla, con los ojos muy abiertos y frenéticos.

Estaba claro que en la mente de Maksym el bombardeo no había cesado. Respiraba con dificultad, su pecho subía y bajaba con violencia.

“No te preocupes. Estoy poniendo la aguja en la vena. Ya llegaste, es un golpe muy fuerte”, volvió a calmar Yurii.

Los soldados que llevaron a Maksym al puesto de socorro se subieron de nuevo a su camión para hacer otra vez el recorrido de casi tres kilómetros hasta el frente. Volvían a hacer la misma tarea que su amigo había llevado a cabo antes de que casi lo mataran: esperar un ataque ruso o que una ronda de artillería rusa los alcanzara.

Mientras se marchaban, un soldado más allá de los árboles gritó “¡Fuego!”. Un mortero ucraniano lanzó un proyectil hacia las posiciones rusas. Salió humo desde el lugar del disparo.

La guerra de artillería en el este de Ucrania parece no tener fin. Incluso sin que ninguno de los dos bandos ataque o contraataque, los bombardeos son constantes, causan heridas y matan, y poco a poco vuelven locos a los soldados atrincherados.

Al oír los disparos de mortero, Maksym se retorció de nuevo en la camilla.

“¡No pasa nada! No tengas miedo. No tengas miedo. Todo está bien. Todo bien. Esos disparos son nuestros. Son nuestros”, le dijo Yurii a Maksym, asegurándole que no lo iban a bombardear de nuevo.

La respiración de Maksym se hizo más lenta. Se cubrió la cara con las manos y luego miró a su alrededor.

El primer pensamiento completo que Maksym articuló y comunicó fue una sarta de improperios dirigidos a los rusos.

Para el equipo de ambulancias de Yurii y otros médicos asignados a la zona, este tipo de llamadas son habituales. Algunos días esperan a unos pocos kilómetros de la estación de autobuses convertida en estación de socorro, el punto de recolección determinado entre la línea del frente y el área donde están a salvo, y su turno de 24 horas transcurre sin incidentes: Yurii llama a su esposa varias veces al día. Ihor duerme. Vova, hijo de un armero, piensa en cómo modernizar el armamento de Ucrania, que es de la era soviética.

Otros días las bajas son frecuentes y los médicos se ven obligados a rotar turnos constantemente entre el hospital y el puesto de socorro mientras ponen a los hombres ensangrentados y con torniquetes en sus extremidades en la parte trasera de sus ambulancias.

Mientras Yurii preparaba la camilla y a Maksym para la ambulancia, un viejo sedán rojo, un Lada ruso, se acercó al puesto de socorro. El vehículo de la época soviética se detuvo con brusquedad, casi patinando sobre el pavimento enlodado.

El polvo se asentó. A lo lejos, la artillería retumbó con un ritmo conocido.

Un hombre con una holgada camiseta gris, claramente angustiado, saltó del asiento del piloto. El pasajero abrió su puerta y gritó: “¡La mujer está herida!”

Era una mujer mayor llamada Zina, según se enteraron poco después, y estaba boca abajo en el asiento trasero.

Los médicos decidieron que otro grupo iba a llevar a Maksym al hospital mientras el equipo de Yurii se ocupaba de la paciente que acababa de llegar en el auto.

Los dos hombres que habían llevado a Zina al puesto de socorro (su esposo y su yerno) habían preguntado a las posiciones militares ucranianas cercanas a su casa a dónde podían llevarla después de que la metralla de una explosión de artillería le alcanzó la cabeza. Las tropas los habían dirigido al puesto de socorro de Yurii.

En el Lada, la sangre de Zina había empezado a encharcarse en las vestiduras. Parecía tener al menos 50 años, estaba inconsciente, y era otra civil herida en esta guerra de cuatro meses, como tantos que han quedado atrapados entre los cañones de esta guerra.

“¡Traigan la camilla!”, pidió Yurii.

Todavía no eran las 11 de la mañana y otra de las minas rusas explotó de repente cerca del puesto de socorro.