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Siria intenta salir de los escombros. ¿El mundo ayudará?

El costo humano de la guerra es abrumador. Han muerto más de 300 mil civiles, según las Naciones Unidas. Esta es la preocupante situación:

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Muhammad Al Halbouni, de 31 años, perdió una pierna en un bombardeo hace años. En el terremoto a principios de febrero perdió a sus dos hijas. (Diego Ibarra Sanchez/The New York Times)

Muhammad Al Halbouni, de 31 años, perdió una pierna en un bombardeo hace años. En el terremoto a principios de febrero perdió a sus dos hijas. (Diego Ibarra Sanchez/The New York Times)

Ella no recuerda el terremoto que le partió la espalda y se tragó a sus hijas. Khaira al Halbouni solo sabe lo que le contó su marido después. En la mitad de la noche, el edificio tembló. Él agarró a una de sus hijas, Bisan, y a su hijo, Alí. Carga a Mayas —su hija menor— y corre, gritó.

Ella se llevó instintivamente la mano al velo. Después, nada.

Lo primero que Khaira recuerda es despertar sobre un montón de escombros. Vio un pequeño rayo de luz, y después un par de botas. Gritó. Miró alrededor, buscando a su hija. Habían pasado casi 30 horas.

Las botas pertenecían a los agentes de rescate y a los vecinos que buscaban sobrevivientes. Al final la sacaron. Tenía la columna fracturada, un brazo roto y un pómulo destrozado. Pero estaba viva. La llevaron al hospital. El hospital estaba desbordado y llevó a cabo un crudo triaje: lo más probable era que sufriese una hemorragia interna y no pudiera salvarse. La dejaron morir.

Su hija también estaba viva, enterrada entre los escombros.

Su marido, Mohamed, había sufrido su propio calvario. Había perdido la parte inferior de la pierna derecha, a causa de un bombardeo en un suburbio de Damasco llamado Harasta, en la guerra civil de su país. Cuando tembló el edificio, se dio cuenta de que sería más rápido y seguro intentar subir a la azotea desde su apartamento, en el último piso, que tratar de llegar cojeando a la planta baja. Cuando estaban subiendo, la pared derecha del hueco de la escalera se vino abajo sobre Bisan, quien murió en el acto. Un trozo de acero le atravesó el cráneo.

“¡Mi hermana se ha caído en el agujero! ¡Recoge a mi hermana del agujero!”, gritó Alí, quien rogó a su padre que volviera.

Mohamed arrastró a Alí escaleras arriba. El edificio se derrumbó bajo ellos. Milagrosamente, ninguno de los dos resultó herido de gravedad.

La familia Halbouni fue una de los cientos de miles en el sur de Turquía y el norte de Siria destrozadas por los terremotos de este mes. Los temblores consecutivos provocaron una catástrofe de proporciones bíblicas: arrasaron ciudades y convirtieron innumerables hogares en montones de piedra, acero y tierra. Han muerto al menos 48.000 personas. El primer sismo se produjo a una hora especialmente cruel: temprano por la mañana, cuando la gente dormía. Familias enteras perecieron en sus camas cuando sus hogares se desmoronaron a su alrededor.

Aquí, en el norte de Siria, esta desgracia ocurre casi 12 años después del inicio de uno de los conflictos más salvajes e inextricables del siglo XXI. La guerra de Siria tiene su origen en un levantamiento civil, como los muchos otros que se estaban produciendo en el mundo árabe a principios de la década de 2010, que exigía libertad política. Después, las cosas se descontrolaron: el gobierno de Bashar al Asad aplicó mano dura, el movimiento de protesta pasó a ser una rebelión armada y el conflicto se convirtió en el campo de batalla de una guerra subsidiaria para Arabia Saudita e Irán, rivales regionales.

Más tarde, los militantes islámicos se filtraron desde el vecino Irak y se apoderaron de vastas áreas del norte de Siria, lo que captó aún más la atención de Estados Unidos. Rusia intensificó su apoyo a Asad, y llevó a cabo una campaña de bombardeos despiadada. La guerra también involucró al mayor vecino de Siria, Turquía, que actualmente acoge a 3,6 millones de sirios desplazados. Israel, Francia y el Reino Unido se han unido a la lucha en varios momentos. Siria fue, durante algún tiempo, la principal preocupación de gran parte del mundo.

El costo humano de la guerra es abrumador. Han muerto más de 300.000 civiles, según las Naciones Unidas. Diversas investigaciones han concluido que las fuerzas de Asad lanzaron bombas de barril contra civiles, rociaron barrios con armas químicas y destruyeron hospitales a propósito. Han desaparecido más de 100.000 personas, la mayoría a manos de los despiadados servicios de inteligencia de Asad, según la Red Siria para los Derechos Humanos. Más de 13 millones de personas, más de la mitad de la población siria, han huido de sus hogares. En la actualidad, el 90 por ciento de los sirios viven en la pobreza. Asad, con la ayuda de Rusia, ha hecho retroceder a la oposición armada y ha forzado que el conflicto entre en un punto muerto.

Ahora que la lucha ha amainado en gran medida, y los distintos bandos se han atrincherado, los gobiernos de Occidente se han vuelto discretamente cínicos respecto a Siria, resignados al statu quo, me dijo Charles Lister, integrante sénior del Middle East Institute, en una entrevista.

“Siria es, desde hace algún tiempo, un problema que preferimos contener, en vez de intentar hacer todo lo posible por resolverlo”, dijo.

Con Asad firmemente atrincherado y respaldado por Rusia, las potencias regionales que antes se habían opuesto de forma implacable a su régimen están cada vez más dispuestas a limar asperezas. Incluso los más recalcitrantes están dando su brazo a torcer: uno de los primeros cargamentos aéreos de ayuda humanitaria que llegaron a las zonas controladas por el gobierno después del terremoto procedía de Arabia Saudita, según informó Al Arabiya. Esto habría sido impensable hace solo unos años.

Siria presenta una de las marañas diplomáticas más complejas del mundo, y la tarea de desenredarla se ha vuelto muchísimo más difícil con la invasión rusa de Ucrania. Turquía es un actor clave en este aspecto: es un miembro de la OTAN que, sin embargo, fortalece lazos con Rusia, y parece cada vez más dispuesto a normalizar las relaciones con Asad.

Y la mayor parte del mundo, ante el ataque de Rusia contra Ucrania y el creciente conflicto entre China y Estados Unidos, ha pasado página y dejado de prestar atención a la guerra en Siria, si alguna vez lo hizo.

“No es que el mundo se haya olvidado de nosotros; es que no saben que existimos”, me dijo un refugiado sirio en Turquía, después del terremoto.

Se trata de un giro de los acontecimientos sorprendente, si se tiene en cuenta cómo la guerra siria ha moldeado el mundo en el que vivimos hoy. La guerra nutrió el crecimiento de la organización terrorista más temible de nuestro tiempo, el Estado Islámico, un culto a la muerte que ha decapitado a los no creyentes y arrastrado a las tropas estadounidenses a Siria. El Estado Islámico planeó o inspiró atentados en Egipto, en toda Europa y en países tan remotos como Filipinas, y sembró el caos y perturbó la política de países en todo el planeta.

El conflicto provocó oleadas de personas aterrorizadas que buscaban refugio en Europa, lo que aceleró el ascenso de los políticos de extrema derecha y contrarios a la inmigración en todo el continente, y, de hecho, en el mundo. Se podría argumentar que la presidencia de Donald Trump no habría sido posible sin la guerra en Siria y sin el clima de miedo que ayudó a generar.

Vista en retrospectiva, la intervención de Rusia en el conflicto sirio parece hoy una siniestra escalada hacia un enfrentamiento con Estados Unidos y Occidente en general, de cara a su invasión de Ucrania hace un año.

Si vivimos en un mundo conformado por la guerra civil siria, es un mundo que prácticamente ha abandonado al pueblo sirio. La familia de Mohamed al Halbouni lo vivió: en 2018 huyó por primera vez de su casa en Damasco, en la que habían vivido sus antepasados, con la esperanza de mantener a sus hijos a salvo de las bombas que ya lo habían dejado sin una pierna. Primero fueron a la provincia de Idlib, donde se quedaron con unos familiares durante un tiempo, y después dieron varias vueltas hasta establecerse finalmente en Jindires. Aquí, Mohamed encontró un edificio de apartamentos inacabado y empezó a construir un nuevo hogar para su familia, cuyos ladrillos de hormigón colocó, uno por uno, con sus propias manos.

Se asentaron en una vida relativamente pacífica y salieron adelante con pequeños trabajos. Con el tiempo ahorró lo suficiente para comprar un camión, que utilizó para ganar algo de dinero con el transporte de mercancías. Terminó el apartamento del último piso. Dado que esta parte de Siria estaba bajo el control del ejército turco y los rebeldes sirios, fue un periodo de calma.

Después llegó el terremoto.

Mohamed buscó frenéticamente a su esposa y a su hija, y, una vez que las encontró, vivas bajo los escombros, tuvo que esperar más de 24 horas a que los rescatadores lo ayudaran a liberarlas. Khaira y Mayas fueron trasladadas de urgencia al hospital. Khaira contradijo el funesto pronóstico del médico y sobrevivió.

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En medio del caos del hospital, Mohamed había perdido de vista a Mayas. Sus muletas lo impulsaron de una sala a otra, buscándola desesperadamente. No sabía dónde estaba.

Los médicos le dijeron que mirara fuera. Y ahí es donde Mohamed encontró el cadáver de su segunda hija. La habían sacado viva de los escombros, pero ahora estaba muerta.

Mientras me contaba su historia, sentado en el suelo de una tienda de lona en el patio de una escuela convertida en refugio para decenas de familias, Mohamed lloraba. Se desplazó por la pantalla de su teléfono para enseñarme fotos de las dos niñas: con camisetas rosas a juego, sonriendo sobre una moto de juguete, posando delante de la escultura de un camello.

“Cuando despertamos por la mañana, lo primero que pensamos es: ¿dónde están? Y entonces nos damos cuenta de que están muertas”, dijo Mohamed.

Alí sigue preguntando por sus hermanas. ¿Se habían ido con su abuela?, le preguntó a su padre. Es un niño muy observador, de rostro dulce, con un impresionante corte suturado sobre el ojo derecho. Siempre está cerca de sus padres.

Cada tienda de este patio contiene una tragedia y un milagro. Un hombre me contó que su esposa había muerto en el terremoto, pero que estaba orgulloso de haber podido rescatar a un bebé.

Las necesidades humanitarias son acuciantes aquí. “La situación antes de los terremotos era absolutamente atroz, y en toda Siria”, dijo Joe English, portavoz de Unicef. “Tendemos a olvidarlo porque han pasado 12 años, pero las necesidades humanitarias en Siria han sido este último año mayores que nunca”.

Dado el caos y el sufrimiento que este conflicto ha desatado, sería insensato seguir ignorando a Siria tras el terremoto. El sombrío statu quo que había prevalecido ya se está desmoronando. Turquía, el actor regional más importante, está lidiando con su propia recuperación del terremoto, y su población se ha vuelto cada vez más intolerante con la presencia de millones de sirios desplazados y atrapados allí a causa de la guerra. El número de sirios que intentan llegar a Europa ya había alcanzado su pico en 2022, y ahora que el terremoto ha asolado Turquía, sin duda serán más todavía los que intenten huir a través del traicionero mar Mediterráneo.

Asad está presionando a su favor, muy probablemente porque en esta catástrofe ve una forma de normalizar las relaciones con sus vecinos y reforzar la percepción de que ha vencido a la rebelión. La guerra de Siria ya ha desestabilizado y reordenado nuestro mundo de innumerables maneras. En estos tiempos peligrosos e impredecibles, lo peor quizá esté aún por llegar.

Hoy, la ciudad de Jindires está en ruinas. Pero su población, su conjunto de personas nativas y desplazadas unidas en su sufrimiento, ha empezado a reconstruirla. A lo largo de la calle principal, entre montones de escombros, han reabierto las tiendas: una cafetería con una maltrecha máquina de café, un restaurante en cuyo asador giran unos pollos relucientes, una ferretería. Las fábricas de ladrillos han vuelto a abrir. Los albañiles trabajaban a destajo, extendiendo la argamasa sobre los ladrillos de hormigón, los muros para las nuevas casas. El pueblo sirio, de algún modo, reúne el valor para seguir adelante.

Khaira Al Halbouni yace en una cama dentro de un refugio temporal en Jindires, Siria. (Diego Ibarra Sanchez/The New York Times)