LA BUENA NOTICIA
Adviento de misericordia
Cuenta una antigua tradición rabínica que la tarde del sexto día de la Creación, luego de haber hecho al hombre esa mañana, Dios contempló a su criatura y comprendiendo su futuro decidió crear también a la Misericordia; es decir, el perdón (Comentario Bereshit Rabáh). Naturalmente, se entiende la acción divina de la tarde del primer viernes al examinar las respuestas erráticas que a lo largo de la Historia la Humanidad ha dado a su creador, y ver al mismo tiempo la respuesta “misericordiosa” que Él ha dado al hombre, incluso más allá de la justicia.
La Buena Nueva y la Liturgia de este día introducen un Adviento muy especial: se inicia desde el 8 de diciembre en la fiesta de la Inmaculada, el Jubileo Extraordinario de la Misericordia, como un tiempo para “recolocar la viga maestra de la Iglesia”, la Misericordia misma y recordar que Dios siempre ha “usado mucho y en tantas infinitas ocasiones” su invento de la tarde del sexto día. En palabras del papa Francisco: “Siempre tenemos necesidad de contemplar el misterio de la misericordia. Es fuente de alegría, de serenidad y de paz” (Bula “El rostro de la Misericordia”). En el Evangelio, dos afirmaciones de Jesús parecen contraponerse: 1) La descripción de su venida como “un momento terrible donde las gentes se morirán de terror y de angustia ante las cosas que vendrán sobre el mundo” y 2) “Levanten su cabeza porque se acerca su liberación”: ¿miedo y consuelo? Más bien una actitud responsable sobre la propia vida y en este caso, una apertura a Aquel que viene ciertamente a “juzgar”, pero que no es otro que el mismo que “por amor misericordioso dio su vida por todos en la cruz”.
Es un Adviento marcado por la alegría que da el Dios de Jesucristo, el Dios que siempre perdona y que espera que “los hijos sean como su padre”; es decir, capaces de perdón, de misericordia y de dar al que falla una segunda oportunidad. “Dios es muy misericordioso con nosotros. Tengamos también nosotros misericordia con los demás, especialmente con los que sufren”, decía San Francisco de Asís. Una ocasión, pues, para que la Iglesia muestre concretamente su capacidad de vivir lo que llamaban los cristianos antiguos el mysterium lunae (misterio de la luna), pues dicho astro no brilla con luz propia, sino que refleja al sol: “Ustedes sean dignos de su Padre del cielo, que hace salir el sol sobre buenos y malos y manda la lluvia sobre justos e injustos” (Mateo 5, 45). Ante la enorme pérdida de sensibilidad a las agresiones a la vida, ante las faltas que la justicia objetivamente tiene que juzgar, no pueden los cristianos olvidar ese “principio misericordia”. Dicha identidad “misericordiosa” ha de traducirse en todo lo contrario a los fundamentalismos que en nombre de la religión, o atentan contra la vida de los que “no son de los nuestros” o, peor aún, los que no perciben que la mejor alabanza a Dios es acordarse del necesitado y perdonar al que nos ha ofendido.
Al final, es bueno recordar que “pecado” traduce en castellano el término hebreo “jatáh” y el griego “jamartía”: ambos quieren decir “fallar en el blanco”: ver sin odio el drama del que se ha equivocado aun haciendo daño, y pensar que “uno mismo puede equivocarse”: he ahí un buen motivo para tener el ADN de Dios, el perdón, pues Él, aunque justo, “tiene misericordia por mil generaciones” (Éxodo 20,6).